UNO DE 26 Por Sandra Russo |
Pero a comienzos de febrero, Soledad Silveyra donó su óbolo periodístico a los medios. Como Graciela Borges hace dos años, cuando estalló su noviazgo con Marcos Gutiérrez, se dejó ver con un chico veinte años menor. Los amores-contra tiempo, se sabe, caen simpáticos en las películas o las telenovelas. Como cualquier conflicto, permiten que el drama progrese y que los personajes luchen consigo mismos en ese quiero-y-no-debo y en ese debo-y-no-quiero sin los cuales no hay historia. Sentados en sus butacas o en sus sillones del living, los espectadores tienden a hacer fuerza por el quiero-y-no-debo. Probablemente el éxito de los folletines se deba a que son el in vitro en el que la gente se identifica con el deseo --supuestamente ajeno--, mientras en la vida cotidiana el pomo del dentífrico se aprieta por abajo y todo el mundo evita despeinarse. Lo cierto es que los veinte años menos del novio de Solita sirven para editorializar lo que no hace falta con los treinta años menos de la novia de Macri. En el avance de "Memoria", Chiche Gelblung planteaba: "El tema que más irrita a los hombres: ¿las mujeres sólo se sienten vivas si son deseadas por jóvenes?" ¿De veras los hombres se irritan? ¿Qué los irrita exactamente? ¿Que al mercado laboral del romance haya entrado una generación que hace unos años no les hacía competencia? ¿Que una mina de cincuenta, de esas que ellos ya no miran, ocupados como están con las de veinticinco, ya no se dedique al macramé? ¿Que las mujeres también puedan hacerse cargo del instante, y ya no sólo del para siempre? ¿Que sus ex mujeres sigan en carrera, que no anden buscando padres para los hijos que no piensan tener, que la libido les funcione también con alguien que todavía no tiene auto propio, que ardan sin necesidad de que les paguen la cena? En realidad, los hombres de carne y hueso --y no esa entelequia a la que alude el avance de un programa de tevé-- no deberían irritarse y no parecen estarlo. Algunos se aferran a los vestigios de la vieja ola, pero casi todos admiten alivio: ya no tienen que decir siempre que sí, ya no tienen que tener ganas todo el tiempo, ya no tienen que disimular su fragilidad, ya no tienen que bancárselas todas. La función es a la gorra, pero la mínima moneda de cambio es el respeto por el deseo femenino, el deseo en su forma más desembarazada, o sea en la más embarazosa. Si a Solita le gusta el chico, ¿qué?
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