La fantasía futurista protagonizada por Kurt Russell tiene demasiado de videojuego y poco humor, con un estilo de dirección rutinario, en una semana de flojas novedades en la renovación de la cartelera.
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Por Horacio Bernades Allá por el año dos mil treinta y pico, postula la ficción de El último soldado, el mundo se habrá convertido en una sociedad militarizada y fascista, custodiado por un ejército de soldados de elite, cuyo entrenamiento incluye la ejecución (simulada) de señoras con bebés en brazos. A poco de comenzar el film, esa elite de supersoldados será reemplazada por un nuevo cuerpo especial de seres más perfectos todavía, diseñados genéticamente para aniquilar al enemigo. Tan malos son los miembros de esta segunda generación, que los de la primera terminarán resultando los héroes de la película. Sobre todo, uno de ellos, Todd (Kurt Russell, perfectamente robótico). Dado por muerto, Todd es arrojado en un planeta que cumple las funciones de basurero espacial y que lleva el nombre de Arcadia 234. Irónico nombre, teniendo en cuenta que la Arcadia era, para los antiguos griegos, aquel lugar ideal donde vivía una perfecta comunidad pastoril. En ese lejano planeta, el musculoso terminará uniéndose a unos pacíficos colonos galácticos, y todos juntos deberán repeler el ataque de las Armed Forces. A quienes, por capricho del guión, se les ocurre salir a pasear por Arcadia, justo cuando va llegando la hora de encontrar una culminación para la historia. Tratándose del mismo director que había cometido la hazaña de hacer de un videogame una película (la Mortal Kombat original), no extraña que la última parte de El último soldado se parezca enormemente a esa clase de juegos computados. Hasta el punto de que el comando de las naves artilladas que usan los malos es igualito al comando de un videogame. Antes de la resolución, sin embargo, se nota el esfuerzo por rellenarlo con algunas ideas, aportadas por el guionista, David Webb Peoples, el mismo de Los imperdonables. A él se debe, sin duda, el dato inteligente (aunque deudor de Terminator 2) de convertir a una máquina de matar en ¡héroe! de la película, algo que genera en el espectador cierto bienvenido malestar. Y después, poner a ese héroe en ridículo, cuando el otrora supersoldado se ve obligado, en su retiro espacial, a cortar zanahorias para una rubia que lo tienta. Tratándose del guionista de Los imperdonables, tampoco sorprende que Webb Peoples haya tomado prestada la situación central de Shane, el desconocido. En aquel clásico del western, un forastero, profesional de la muerte, era adoptado por una familia de pacíficos granjeros, y terminaba defendiéndolos de unos temibles asesinos. Trasladando la situación hacia un futuro imaginario, se obtiene El último soldado. Lo cual no está mal, y hay que agradecerle a la película su falta de pretensiones. El problema es que Paul Anderson .-no confundir con el talentoso Paul Thomas Anderson, realizador de Boogie Nights/Juegos de placer aplica a la dirección cinematográfica un estilo tan robótico como el de sus soldados. Dentro de este estilo, el humor queda enteramente proscripto, mientras que el abuso del ralenti parecería representar el colmo de la sofisticación cinematográfica. Si hay que clavar un clavo, no vale la pena andar con vueltas, dice alguien en algún momento de El último soldado. Se clava, y listo. Así dirige Anderson, como quien clava un clavo.
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