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“EL ULTIMO SOLDADO”, DE PAUL ANDERSON, DECEPCIONA
Un robot detrás de cámaras

La fantasía futurista protagonizada por Kurt Russell tiene demasiado de videojuego y poco humor, con un estilo de dirección rutinario, en una semana de flojas novedades en la renovación de la cartelera.

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En “El último soldado”, un grupo de hombres pacíficos se enfrenta a una banda de sanguinarios.
Con ese guión elemental, Anderson ubica la historia en el futuro y en el espacio, sin éxito.


Por Horacio Bernades

t.gif (862 bytes) Allá por el año dos mil treinta y pico, postula la ficción de El último soldado, el mundo se habrá convertido en una sociedad militarizada y fascista, custodiado por un ejército de soldados de elite, cuyo entrenamiento incluye la ejecución (simulada) de señoras con bebés en brazos. A poco de comenzar el film, esa elite de supersoldados será reemplazada por un nuevo cuerpo especial de seres más “perfectos” todavía, diseñados genéticamente para aniquilar al enemigo.
Tan malos son los miembros de esta segunda generación, que los de la primera terminarán resultando los héroes de la película. Sobre todo, uno de ellos, Todd (Kurt Russell, perfectamente robótico). Dado por muerto, Todd es arrojado en un planeta que cumple las funciones de basurero espacial y que lleva el nombre de Arcadia 234. Irónico nombre, teniendo en cuenta que la Arcadia era, para los antiguos griegos, aquel lugar ideal donde vivía una perfecta comunidad pastoril. En ese lejano planeta, el musculoso terminará uniéndose a unos pacíficos colonos galácticos, y todos juntos deberán repeler el ataque de las Armed Forces. A quienes, por capricho del guión, se les ocurre salir a pasear por Arcadia, justo cuando va llegando la hora de encontrar una culminación para la historia. Tratándose del mismo director que había cometido la hazaña de hacer de un videogame una película (la Mortal Kombat original), no extraña que la última parte de El último soldado se parezca enormemente a esa clase de juegos computados. Hasta el punto de que el comando de las naves artilladas que usan los malos es igualito al comando de un videogame. Antes de la resolución, sin embargo, se nota el esfuerzo por rellenarlo con algunas ideas, aportadas por el guionista, David Webb Peoples, el mismo de Los imperdonables. A él se debe, sin duda, el dato inteligente (aunque deudor de Terminator 2) de convertir a una máquina de matar en “¡héroe!” de la película, algo que genera en el espectador cierto bienvenido malestar. Y después, poner a ese héroe en ridículo, cuando el otrora supersoldado se ve obligado, en su retiro espacial, a cortar zanahorias para una rubia que lo tienta.
Tratándose del guionista de Los imperdonables, tampoco sorprende que Webb Peoples haya tomado prestada la situación central de Shane, el desconocido. En aquel clásico del western, un forastero, profesional de la muerte, era “adoptado” por una familia de pacíficos granjeros, y terminaba defendiéndolos de unos temibles asesinos. Trasladando la situación hacia un futuro imaginario, se obtiene El último soldado. Lo cual no está mal, y hay que agradecerle a la película su falta de pretensiones. El problema es que Paul Anderson .-no confundir con el talentoso Paul Thomas Anderson, realizador de Boogie Nights/Juegos de placer– aplica a la dirección cinematográfica un estilo tan robótico como el de sus soldados. Dentro de este estilo, el humor queda enteramente proscripto, mientras que el abuso del ralenti parecería representar el colmo de la sofisticación cinematográfica. “Si hay que clavar un clavo, no vale la pena andar con vueltas”, dice alguien en algún momento de El último soldado. “Se clava, y listo.” Así dirige Anderson, como quien clava un clavo.

 


 

“POR LA VIDA DE UN AMIGO”, DE JOSEPH RUBEN
Ron, mujeres, hash y nada más

Por Martín Pérez

cua2.gif (7425 bytes)t.gif (862 bytes) El paraíso del ron, las mujeres y el hash barato. Eso es Malasia. O lo fue para tres jóvenes estadounidenses que supieron hacerse amigos allí. Para uno de ellos, sin embargo, Malasia ha pasado a ser el infierno. Capturado con toda la droga comprada para tres y acusado de traficar con ella, Lewis ha sido condenado a muerte. La única forma de evitar la ejecución es que sus compañeros de vacaciones regresen a su paraíso estival y acepten su parte de la culpa. Eso es lo que le cuenta la abogada defensora de Lewis al sheriff y Tony, dos neoyorquinos que tienen siete días –y toda una película– para hacer las paces con su conciencia y decidir qué hacer con las vidas que tienen en sus manos. Las suyas y la de su amigo condenado a muerte en Malasia.
Fábula paranoica firmada por el efectista Joseph Ruben (Durmiendo con el enemigo), Por la vida de un amigo es un film mentiroso, un dislate hollywoodense disfrazado de parábola moralista, que finalmente se revela como melodrama vacío, xenofóbico y efectista. Una cosa para festejar es que el film se plantea en su totalidad a los diez minutos de haber comenzado: un relato dinámico y sintético informa del carácter de la relación entre los tres protagonistas, sus diferentes personalidades y su anécdota asiática. Y entonces ingresa en cuadro el dilema moral, y su mensajera, interpretada por Anne Heche. El resto es una hora de dudas, remordimientos y periodistas molestos. Si Lewis (Joaquin Phoenix) es el alma sensible atrapada en Malasia, Tony (un ingeniero a punto de casarse interpretado por David Conrad) hace las veces de atemorizado idealista, mientras que el Sheriff es el hombre a convencer: un chofer de lujo que duda, luego escapa a sus responsabilidades. El hombre de la calle, sin zonceras y directo, el público al que deben convencer Ruben (y Hollywood) de lo legítimo de sus intenciones.
Claro que el espejismo no dura mucho y el hombre de la calle rápidamente es olvidado. Ahora hay que intentar satisfacer el dudoso paladar del adicto al cine descartable. Así, prácticamente de la nada hace su aparición el inevitable romance inverosímil. Y, cerca del final, la trama sufrirá tantas vueltas de escena en escena que su final semejará un Brazil a la inversa: su epílogo feliz se frustra con una enfermiza incoherencia, propia del sueño de un ejecutivo cinematográfico condenado por no haber cumplido con su trabajo. Luego de tantas idas y vueltas, no resulta para nada extraño que Vince Vaughn y Anne Heche hayan hecho pareja protagónica también en la flamante Psicosis de Gus Van Sant: no se sale psicológicamente indemne de semejantes guiones. Y eso también va para los espectadores.

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