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Por Horacio Bernades ¿Dónde hay un baño público?, pregunta, recién llegado a un lodoso pueblito, un emperifollado caballero (poco después se sabrá que es el mismísimo Jean Baptiste de Poquelin, más conocido por Moliére). Querrá decir un cagadero, corrige una niña del lugar, antes de conducir a cuatro actrices de su Ilustre Teatro a ese lugar sagrado. Ante el ojo espía de unos niños del lugar, las mujeres levantan sus vestidos y dejan ver cuatro blancos culos parisinos, a punto de dar cuenta del excesivo consumo de ciruelas. Por suerte para el espectador, en ese momento la realizadora y productora Vera Belmont decide cortar. Imitaciones de pedorreas se harán oír, sin embargo, en la escena siguiente, a cargo del propio Moliére. Unas cuantas secuencias más adelante llega, puntual, ese momento en el que Luis XIV, el mismísimo Rey Sol, defeca distraídamente en presencia de su corte, mientras atiende asuntos públicos. Aunque de origen francés, llena de pelucas y terciopelos y transcurriendo en el aparentemente inmaculado ambiente cortesano del siglo XVII, Marquise es cualquier cosa menos una película fina. Trasladando al pasado una muy contemporánea obsesión escatológica, podría decirse que la película se defeca literalmente en las buenas maneras de la corte. Y, al mismo tiempo, en esa colección de gestos amanerados que son marca de fábrica del género cine francés de época. Loable intención, siempre y cuando sirva para construir con esa masa alguna forma de representación coherente. Y coherencia no es lo que le sobra a este film que comienza como un chiste de Jorge Corona, sigue como enciclopedia de nombres célebres (los de los dramaturgos Moliére, Racine y Corneille, el rey Luis XIV, el compositor Jean Baptiste Lully), enfila progresivamente hacia el rubro ascenso y caída de una arribista y termina robándole el final al clásico La malvada, cuando una tímida asistente usurpa el lugar de la estrella. En el medio, Belmont se hace lugar también para más de un apunte sobre las vinculaciones entre vida y teatro, entre la escena y el detrás de la escena y entre comedia y tragedia. Que, por mucho que subvierta a fuerza de funciones corporales la idea de esprit galo, un atropellado afán acumulativo empuja a la realizadora a no descartar ese coqueteo con lo metalingüístico que parecería ser tan típicamente francés. La anécdota sigue el trayecto de una actriz, la Marquise del título, desde el momento en que Moliére (un entusiasta Bernard Giraudeau) la descubre en un pueblito, deslumbrando a las masas con desenfadadas danzas. Se inicia allí, impulsada por su ambición, una meteórica carrera que la llevará a París y a la corte del Rey Sol, en que compartirá lechos con los más famosos y llegará a ser una actriz respetada. Fama que puede entenderse a partir de la generosidad con que distribuye sus encantos (aunque la bella Sophie Marceau deja ver muchomenos de sí que en la reciente Más allá de las nubes). El descuidado guión da por hecho que, en escasos minutos, la chica pasa de ser una inepta-para-todo-servicio-dramatúrgico a convertirse en un talento, sin preocuparse por prueba de ello. Alrededor de la bella y sus partenaires, un minué de ambiciones, envidias y veneno, al que la realizadora olvidó de dar algún orden o concierto.
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