EL NIÑO Y LOS PECECILLOS Por Osvaldo Bayer desde Bonn |
La señora de las lentejuelas no era otra que la muerte. Pero la había llamado ella. La más terrible de las historias. La verdad. El recién nacido fue encontrado. Cuando el médico de la ambulancia se dio cuenta de que tenía ante sí una mujer que había parido, buscó a la criatura. Fue fácil. Bastó seguir las gotas de sangre caídas en el piso. El recién nacido estaba muerto, estrangulado, y yacía en una pecera con agua. Los pececillos estaban también muertos. Una tijera en las cercanías delataba que había servido para cortar el cordón umbilical. La policía buscó como principal acusado al marido. Pero no, el marido era camionero y estaba a más de trescientos kilómetros de su casa. Cuando lo trajeron esposado, él no podía creer lo que veía ni lo que le contaban. Ni sabía que su mujer estaba embarazada y, cuando salió a la madrugada, la vio dormida en el desván, como solía hacerlo para no molestarlo cuando él partía a la madrugada. ¿Por qué la pecera estaba en el sótano? Porque él la llevó allí hasta encontrar un mejor lugar en la casa. ¿Y qué era eso de que Monika, su mujer, acababa de dar a luz? Si no estaba embarazada... Los investigadores no daban con el hilo: primero la dama de la chaqueta con lentejuelas que se lleva al niño, luego el niño muerto en la pecera, y un marido absolutamente ignorante de todo. Cuando había llegado la ambulancia, en la pieza contigua seguían durmiendo los otros tres hijos: Michael, Florian y Manuela. La historia que logró reconstruirse revela la sordidez, el embrutecimiento de ciertas vidas, lo veladamente trágico de las relaciones entre algunos hombres y mujeres que viven juntos, existencias dentro de las sociedades consumistas sin ideales. Vacío, todo vacío hasta en el aburrimiento. Ella, 35 años, triste, tímida, vestida como cualquier mujer de cualquier barrio. Ama de casa aunque solía hacer reemplazos como vendedora en el mercado, en alguna tienda o también en la limpieza de oficinas. El, de 39 años, más bien gordo, de pocas pulgas, camionero de profesión, sin amigos. Los domingos sacaba al perro ovejero a pasear y luego cortaba leña. Después, fútbol en televisión y alguna que otra policial. Ella salía con los chicos, cocinaba, hablaba por teléfono con su madre. El matrimonio, sólo rutina. Pero los dos estaban de acuerdo en ahorrar hasta terminar de pagar la casa. Llegaban justo a fin de mes con las entradas. Por eso, los dos se habían propuesto no tener más hijos. Cuando nació el segundo, Florian, los dos sellaron el pacto. Pero ella volvió a quedar embarazada. La píldora era muy cara y calculó mal. Al marido le escondió su estado. Con éxito. Hasta que ya, en el noveno mes, comenzaron las contracciones del parto. El no dijo nada, la subió al auto y la llevó al hospital. No la visitó, ni quiso mirar a la pequeña Manuela. Cuando ella volvió, él le gritó durante una hora diciéndole que la próxima vez que quedara embarazada, la mataba. Repitió diez veces: "Te mato". Nunca le había pegado, pero esas palabras "te mato" la llenaron de terror. El se sentía traicionado al no haber notado que ella estaba embarazada ni siquiera cuando el abrazo de los cuerpos los igualaba. Si bien la llegada de la pequeña Manuela la había separado para siempre de su marido, sentía una íntima alegría por esa niña que le sonreía desde tan abajo. Monika trabajó como nunca para pagar ella misma todos los nuevos gastos que ocasionaba su hija. En ese ir y venir de preocupaciones con grandes y chicos, Monika quedó de nuevo embarazada. ¿Cómo hacer? Otra vez su misma timidez la traicionó. No dijo nada a nadie. Tomó toda clase de tabletas, empezó a fumar a escondidas, llevaba cargas pesadas y trabajaba el doble de siempre. Creía que así se iba a desprender del fruto que llevaba dentro. Se hizo vestidos amplios, pero esta vez ya nadie le iba a creer que estaba engordando por comer mucho. Con sus miedos y su falta de iniciativa corrieron semanas y meses. Hasta esa noche. El marido reconoció en el juicio que le había dicho a ella que la mataría si quedaba embarazada otra vez. Pero "fue por decir, no soy capaz de matar a nadie. Nunca le levanté la mano", dijo, sombrío. Ella lloró días y noches durante el juicio. No se defendió, pero una y otra vez, como sonámbula repitió lo de la aparición con el saco de lentejuelas que se había llevado al niño. Tal vez no para defenderse ante el juez pero sí ante sí misma. Los vecinos le gritaron asesina. El obispo de la diócesis mencionó en la misa del crimen y la llamó pecadora entre pecadoras. Y aprovechó para anatemizar el aborto. Sólo los psicólogos y los jueces se tomaron todo el tiempo para encontrar una explicación. Primero, permitieron que la visitaran sus tres pequeños hijos: Michael, Florian y Manuela. La alegría fue inmensa. Ella los tuvo abrazados. Hasta que los chicos comenzaron a preguntar. La Justicia condenó a Monika, llamándola filicida, a sólo dos años de prisión en suspenso. ("La situación de carga psicosocial --las deudas y un marido indiferente-- la llevaron junto a su trastorno anímico y físico por el parto a una profunda perturbación de su conciencia. Los jueces están convencidos de que ella no quería matar a su hijo: un hecho así es completamente extraño a su naturaleza"). Ella pudo volver esa misma tarde a su casa. Las vecinas le gritaron "asesina". Los hombres, en el boliche, relincharon a carcajadas contra la Justicia. El obispo se santiguó y amenazó con la justicia divina de la que nadie de nosotros puede escapar. Monika y su marido siguen viviendo juntos. No se hablan, pero no se separan. Los une el espanto. La imagen del recién nacido en el fondo de la pecera. Una pregunta que nadie respondió: ¿por qué también fueron encontrados muertos los pececillos? (Hoy me propuse mirar en la casa de mi vecino y no sólo hablar de políticos y hacedores. ¿Por qué mueren los niños junto a los pececillos de colores? En Alemania, en 1997, hubo 24 filicidios; en Francia, 31; en Gran Bretaña, 30; En Italia, 28; en España, 39; en la Argentina, en Brasil, en Chile... no hay estadísticas.)
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