Por Mónica Flores Correa desde Nueva York
Bill Clinton completará
su mandato como el 42º presidente de Estados Unidos. El juicio de destitución del
demócrata, consecuencia de su relación adúltera con Monica Lewinsky, se convirtió ayer
definitivamente en historia, con las dos votaciones de los artículos de
impeachment inclinándose fuertemente en favor del presidente, a tal punto que
10 senadores republicanos votaron contra el artículo de acusación por
perjurio y otros cinco contra el de obstrucción de justicia. De
este modo, los votos contra Clinton no sólo no obtuvieron los dos tercios necesarios para
garantizar su destitución, sino que ni siquiera lograron una mayoría simple, pese a la
posición mayoritaria de los republicanos en el Senado. También fracasó la moción de
censura, impulsada por los demócratas, por 56 votos contra 43. En un escueto comunicado,
que leyó en el Rose Garden de la Casa Blanca, Clinton hizo un llamado a la
reconciliación de los bandos políticos y repitió su ya consabido pedido de disculpas al
Congreso y al pueblo norteamericano por haber provocado los hechos que impusieron
(sobre ambos) una carga tan dura.
Concluyó de esta forma uno de los capítulos más incongruentes, por lo menos en la
apariencia, de la historia de Estados Unidos, después de un año en el que la clase
política se sumergió casi exclusivamente en la investigación del escándalo sexual y
del presunto encubrimiento que Clinton hiciera del affaire ante la Justicia. La decisión
de la Cámara de Representantes, espoleada por el sector ultraconservador, de realizar el
impeachment, puso en pie de guerra a los dos partidos y causó una animosidad
mutua, desmedida e infrecuente. Al despedirse ayer de los senadores, el juez William
Rehnquist, quien presidió el juicio político, dijo que se iba impresionado
por las declaraciones que había escuchado en el debate cerrado. Parafraseando a
Coleridge, el poeta inglés, Rehnquist dijo que retornaba a la Corte Suprema como un
hombre más sabio pero no menos triste. Muchos observadores consideraron que el juez
había sintetizado perfectamente el sentimiento que despertó este largo y deplorable
espectáculo político.
Senadores, ¿qué es lo que ustedes dicen? ¿Es culpable el acusado William
Jefferson Clinton?, preguntó solemnemente el juez al iniciar la votación. Uno a
uno, los senadores se levantaron para pronunciar su veredicto de culpable o
inocente. El cargo de perjurio fue rechazado por 55 votos contra 45. En esta
decisión 10 republicanos se unieron a los demócratas, que en las dos oportunidades
votaron en bloque no culpable. En cambio, la votación quedó empatada, con 50
votos contra 50, cuando se decidió sobre el cargo obstrucción de justicia.
Inmediatamente después de que Rehnquist diera por terminado el juicio, los senadores
rechazaron una moción de la senadora demócrata Dianne Feinstein para que se votase su
recomendación de censura a Clinton por su conducta vergonzosa, desconsiderada e
indefendible. El senador republicano y muy conservador Phil Gramm de
Texas lideró la oposición a la moción de Feinstein. Aunque resulte paradójico, los
republicanos derrotados no quieren que se censure a Clinton porque pretenden evitar que en
futuras campañas políticas los demócratas esgriman que ellos cumplieron con su
conciencia censurando el mal comportamiento del presidente. Después del receso de
mediados de febrero, que comenzó ayer, los demócratas posiblemente hagan un nuevo
intento de impulsar la censura.
Cargando sobre sus hombros el peso máximo de la derrota, los fiscales de la Cámara de
Representantes dijeron que no creían haber librado un combate inútil y que su
credibilidad no había sido perjudicada. Pensamos que si contábamos la historia
completa, más allá de los fragmentos impactantes, la gente cambiaría. Pero esto no
ocurrió, admitió el representante Henry Hyde, fiscal principal en el juicio. A lo
largo de todo el proceso, la opinión pública se mantuvo consistentemente en contra del
impeachment, acusando a los republicanos de usar el affaire de Clinton con
fines partidistas. No obstante, los norteamericanos siempre reprobaron la conducta privada
de Clinton, pero no la consideraron motivo de remoción. Ayer, en entrevistas hechas por
los canales a ciudadanos comunes, la mayoría expresó su alegría porque esto se
terminó.
Hyde comentó también que le recomendaría al fiscal Kenneth Starr que no inicie un
proceso penal contra Clinton. No le haría bien al país, sostuvo el anciano
legislador. Según trascendió el fin de semana pasado, la oficina de Starr estaría
evaluando la posibilidad de procesar al presidente, antes o después de que termine su
período presidencial. De todas maneras, Hyde dijo que no estaba arrepentido
de haber llevado adelante el proceso.
Clinton no vio por televisión las votaciones que decidían su futuro político, según el
vocero Joe Lockhart de la Casa Blanca. Y en contraste con la desafiante arrogancia que
desplegó cuando la Cámara de Representantes votó el impeachment, esta vez
evitó el clima de fiesta y se presento solo en el Rose Garden, sin el acompañamiento
ruidoso de otros demócratas, como había sucedido en la oportunidad anterior.
Su discurso fue sobrio y breve. Dijo que lamentaba la carga que sus acciones habían
infligido en el pueblo norteamericano y en el Congreso. Ahora les pido a los
norteamericanos, aquí en Washington y en todo el país, que volvamos a trabajar, a servir
a nuestra nación y a edificar el futuro, dijo. Además de que su reputación ha
sido irremediablemente dañada, varios analistas estiman que Clinton tendrá que sufrir
aún las dificultades de trabajar con un Congreso que, en más de la mitad, le es
profundamente hostil.
En su corazón, señor, ¿podrá perdonar y olvidar? preguntó un periodista.
Creo que una persona que pide que la perdonen debe esta preparada para hacer lo
mismo replicó y sin otras palabras desapareció por una de las puertas de la Casa
Blanca.
HABLA EL PENALISTA ALAN DERSHOWITZ, DE LA
UNIVERSIDAD DE HARVARD
Esto no fue un juicio, sino política
Por M.F.C. desde Nueva York
Alan Dershowitz, el
famoso abogado penalista y profesor de la Universidad de Harvard, ha aparecido tantas
veces el año pasado en los canales norteamericanos, analizando los problemas legales de
Bill Clinton, que sólo le queda aceptar y reírse cuando Página/12 le dice que, de tanto
verlo, ya casi lo considera un miembro de la familia. Sobre el Sexgate y sus
implicancias legales, Dershowitz escribió el libro Macartismo sexual. En este diálogo,
explicó por qué los problemas legales de Clinton tuvieron un final feliz, por qué el
juicio de destitución no fue un juicio en absoluto, sino una cuestión
política, y por qué los asuntos privados del presidente son sí, son
de la incumbencia de todos los norteamericanos.
Cuando el año pasado hablamos sobre este mismo tema, usted cuestionaba mucho la
defensa que tenía Clinton en ese momento. ¿Cree que la defensa mejoró o la situación
en general lo favoreció más?
Pienso que muchas cosas cambiaron. Clinton consiguió abogados que eran mucho
mejores. Bob Bennett no está ya comprometido activamente en su defensa. El lo metió en
la trampa del perjurio, en vez de hacer un arreglo en el caso de Paula Jones. Y también
caracterizó mal el documento firmado por Monica Lewinsky, diciendo que no había habido
ningún tipo de contacto sexual. Por lo tanto, creo que el presidente ha estado mejor
representado en estos últimos meses. Además, el presidente se ha dado cuenta de que hay
una alternativa a decir mentiras, y es mantenerse con la boca cerrada. No hemos oído
entonces que el presidente diga nada desde agosto, cuando dio su testimonio ante el Grand
Jury.
Pero en sus testimonios mintió, ¿no es cierto?
Lo que queda claro es que no dijo toda la verdad. La pregunta es hasta qué grado
cruzó el límite y cometió perjurio, o si simplemente encubrió un avergonzante
encuentro sexual. Resulta claro también que la mayoría de los norteamericanos opina que
mentir acerca de la vida sexual no justifica la destitución de un presidente.
¿Qué opinión le merece la forma en que se condujo el juicio de impeachment?
Yo no creo que esto haya sido un juicio en absoluto. Es un asunto puramente
político, que no debe ser confundido con un juicio. Cada cosa que se ha decidido se ha
hecho en base a lo que es bueno, desde el punto de vista político, para este o aquel
representante en particular. En lo único que han estado pensando es en su poder político
o en sus chances de ser reelegidos. No he visto a ninguno de ellos, ni a uno solo,
comprometido en lo que nosotros solemos llamar un perfil de coraje, tomando
alguna acción audaz que quizá lo perjudique en sus posibilidades de ser reelecto.
Pero el futuro de estos republicanos, tan en contra de lo que quería el público
norteamericano, no está demasiado asegurado.
Bueno, espero que en el año 2000, los votantes recuerden que lo que hicieron los
fiscales de la Cámara de Representantes y Kenneth Starr fue mucho más peligroso para la
democracia que ninguna cosa que haya hecho Clinton. Estamos hablando aquí de abuso de los
poderes de la Fiscalía. Lo que hizo Clinton estuvo mal pero no puso en peligro los
derechos de nadie.
En el libro que usted escribió, Macartismo sexual, a propósito de esta
historia, usted dice que los asuntos privados del presidente son también de la
incumbencia de los estadounidenses. Quisiera que explicase esta idea.
La hipocresía es siempre un asunto que incumbe a los norteamericanos y a los medios
de comunicación. Cuando el presidente va a un servicio religioso y se pasea con la Biblia
y predica acerca de los valores familiares en público, y luego a puertas cerrada hace
todo lo contrario a lo que predica, esta hipocresía debe importarle a la gente y a la
prensa. Pero no es un asunto que deba importarle a la Justicia o a las fuerzas de
seguridad. No es una cuestión que tenga que importarles a los fiscales ni al Gran Jurado.
Cuando los fiscales o los jurados usan el poder del Estado para ir detrás de la vida
sexual de alguien, estamos frente a un caso de macartismo sexual. Esta es la línea que yo
no quiero que se cruce, la que divide la preocupación privada por la conducta hipócrita
de alguien y la imposición pública de moralidad a través del sistema legal.
Clinton recuperó el poder pero perdió su
liderazgo
La declaración de
no culpable en la superpantalla de TV de Times Square, centro de Nueva York.
La mayoría de los norteamericanos consultados en las calles se alegró de que el
juicio terminara. |
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Por Claudio Uriarte
La absolución de Bill
Clinton es una buena noticia para el equilibrio internacional: la presidencia
norteamericana deja de funcionar en piloto automático; urgencias políticas, económicas
y militares que requieren de la capacidad del presidente de imponerse sobre un Congreso
aislacionista y avaro como las crisis en Brasil, Rusia y Extremo Oriente o el
deterioro de las situaciones en Kosovo y Medio Oriente pueden ser atendidas. Sin
embargo, esta misma recuperación puede verse socavada, por razones internas que tienen
que ver con la forma en que se libró el propio juicio político.
Es que Clinton salió absuelto, pero nadie quedó indemne de su juicio, ni siquiera él.
Su liderazgo y credibilidad salen heridos en el nivel más profundo, tanto como la
presidencia y el Congreso en su calidad de instituciones; la cooperación entre
demócratas y republicanos es un chiste después de más de un año de guerra tribal y
cultural como no se vivía en Estados Unidos desde la década del 60, y el prestigio del
sistema en su conjunto incluyendo no sólo a políticos sino a jueces y
periodistas queda aún más deprimido que después de Watergate, que al menos logró
exorcizar el cuerpo del poseído mediante la virtual expulsión de Richard Nixon.
La primera baja es una figura legal que los demócratas por una ironía de la
historia impusieron después de Watergate, y que ahora se les volvió en contra: la
de un fiscal especial independiente con plenos poderes y sin límites de tiempo ni dinero
para investigar al presidente. La mala estrella de Clinton y de casi todo el
mundo quiso que esta vez esa figura se encarnara en el republicano Kenneth Starr, un
cruzado de la derecha cristiana republicana que no sólo transformó una investigación de
un escándalo de bienes raíces en una inquisición sobre toda la vida del presidente sino
que aún ahora, con Clinton absuelto por el Congreso, puede seguir su persecución como si
nada hubiera ocurrido.
La segunda baja es la derecha cristiana republicana misma, que a través de políticos
oportunistas como Newt Gingrich ex titular de la Cámara de Representantes y
Henry Hyde presidente del Comité Judicial de la misma Cámara politizó
descaradamente el proceso, tratando de utilizar la mayoría republicana en ambas cámaras
para derrocar al presidente constitucional mediante un golpe de Estado parlamentario.
Paradójicamente, esta derrota de la ultraderecha puede volverse ahora en beneficio de los
republicanos, que perderán el lastre de una facción ultramilitante pero socialmente
minoritaria y podrán abrazar liderazgos más centristas como el que George Bush Jr.
intenta encarnar desde Texas con vistas a las elecciones de noviembre del 2000.
Pero Clinton y sus demócratas tampoco quedan indemnes: el primero porque mintió, los
segundos porque siguieron y creyeron al mentiroso en cada una de sus contorsiones con la
verdad. Aunque el subtexto de las acusaciones legales era el puritanismo liso y llano, las
acusaciones en sí perjurio y obstrucción de justicia eran graves por
tratarse del primer funcionario, que debe hacer respetar la ley. Y aunque la economía
siguiera en boom y las encuestas de Clinton siguieran en las nubes, la idea de perdonar
por estas razones una ofensa constitucional implica presuponer que la vigencia de la ley
se decide caso por caso, y de acuerdo a procedimientos cuasiplebiscitarios: si el
presidente anda bien se lo disculpa; si anda mal, no.
De alguna manera, eso es lo que acaba de ocurrir en el juicio que ayer terminó en el
Senado. La mayoría de los legistas y de los norteamericanos considera que
Clinton mintió en declaraciones juradas, o que por lo menos dijo mucho menos que la
verdad, como en su curiosa diferenciación entre fellatios y relaciones
sexuales. También parece claro que intentó que Monica Lewinsky acomodara su
testimonio a las necesidades del suyo, lo que se asemeja bastante a una obstrucción de
justicia. Pero también es cierto que las cuestiones sobre las que Clinton mintió eran
menores, y sus faltas difícilmente constituyan los graves crímenes y ofensas
que la Constitución considera como bases de un impeachment.
Y en esto, el Senado fue partidista hasta el final. Los demócratas, para sacarse el peso
muerto de las mentiras de Clinton de encima, propusieron una moción de
censura, como un paso intermedio entre el derrocamiento y la absolución. Los
republicanos, para perjudicar a los demócratas, les votaron en contra, y de ese modo
permitieron que Clinton saliera indemne, sin siquiera una reprimenda formal. En este
sentido, incluso la Constitución mostró sus agujeros.
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