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Por Luciano Monteagudo desde Berlín Mientras la CNN no deja pasar un día sin exhibir sus imágenes sensacionalistas de la masacre de Kosovo o, más discretamente (más hipócritamente), de informar acerca de nuevos incidentes en el espacio aéreo de Irak, la Berlinale dedicó la tercera jornada de la competencia oficial a dos películas que reflexionan cada una a su manera, con recursos muy diferentes sobre las causas y orígenes de las guerras. Si algo tienen en común dos films de estéticas tan disímiles como La guerre dans le Haut Pays/La guerra en las tierras altas, del suizo Francis Reusser, y La delgada línea roja, de Terrence Malick, no es precisamente su carácter de alegato antibélico (un lugar común que ambas películas logran eludir) sino más bien algo que va más allá de la guerra en sí misma, la pregunta por las ideas que la sustentan. Con guión de Jean-Claude Carrière, sobre una novela de Ramuz, el escritor nacional suizo (que colaboró con Stravinsky en La historia del soldado), La guerre dans le Haut Pays ubica su acción en el invierno de 1798, cuando las tropas de Napoleón, aliadas con los revolucionarios del Cantón de Vaud, preparan las acciones militares que precipitarán la caída de Berna. Mientras en las altas montañas se organiza la resistencia contra las nuevas ideas originarias de Francia, una pareja de enamorados, casi adolescentes, provenientes de familias de bandos enfrentados, encarnarán el triste paisaje que queda después de la batalla. La institución religiosa también hará lo suyo, demonizando a los libros (y a los seguidores) de Rosseau y de Voltaire. El director suizo Francis Reusser conocido en Argentina solamente a través de exhibiciones de la Cinemateca no deja de hablar también, a su modo, de la híbrida identidad cultural y política de su país, que siempre fue un mosaico. Pero su mano es quizás demasiado pesada y por momentos parece estar más preocupado por la reconstrucción de época que por la verdad de sus personajes. Eso hace que La guerre dans le Haut Pays luzca convencional en comparación con sus films de los años 70 y 80, que le ganaron un nombre en los festivales de Cannes y de Locarno. Si hay algo que no se puede decir de La delgada línea roja es que se trate de un film convencional, al menos en términos de las convenciones que habitualmente maneja Holly-wood. Que la Academia sin embargo la haya honrado con siete candidaturas al Oscar, entre ellas a la mejor película y al mejor director, debe entenderse quizás como un saldo de regreso a casa para Terence Malick. Un cineasta que pasó veinte años de ostracismo, desde que abandonó repentinamente el cine en su mejor momento, después del prestigio que había ganado con sus dos primeras películas Badlands (1973) y Días de gloria (1978). Basado en una novela de James Jones sobre un episodio crucial de la batalla de Guadalcanal, en el frente del Pacífico, durante la Segunda Guerra, Malick hizo un film coral y casi antinarrativo. Al menos en relación con Rescatando al soldado Ryan, la otra película bélica de la temporada, que será su principal oponente por el Oscar. Lírico, panteísta, con una respiración que parece inspirada en la poesía de Walt Whitman, La delgada línea roja se pregunta por el significado de la guerra en medio de un paisaje paradisíaco, allí donde la naturaleza se expresa de manera más exuberante, con infinitas formas diferentes de vida. ¿La naturaleza está en guerra consigo misma?, se interroga uno de los soldados que integran una misión suicida. Esa es apenas una de las dudas de una película plagada de interrogantes. La respuesta más anhelada, sin embargo, al menos aquí en Berlín es: ¿quién es Terrence Malick? Después de dos décadas de inactividad absoluta, el hombre logró que un gran estudio le financiara un proyecto personal bajo sus propias condiciones, y consiguió un elenco multiestelar como nose veía desde los tiempos de Un puente demasiado lejos. Pero sucede que Malick no concede un reportaje desde 1974 y los agentes de prensa de la Fox aquí en Berlín debieron resignarse a que las más de 300 solicitudes de entrevista fueran rechazadas, en un caso de retiro de la vida pública que sólo parece poder compararse con el de J.D. Salinger. En representación de Malick llegaron aquí a Berlín varios integrantes de su elenco, entre ellos Nick Nolte, Sean Penn, Jim Cavaziel que no dudaron en hablar maravillas del director y ayudar a hacer de él un nuevo mito. Entre todos, contaron en el encuentro de prensa que siguió a la proyección oficial del film, que Malick rodó más de 100 horas de material para llegar finalmente a la copia definitiva de 170 minutos, que en el camino desaparecieron escenas completas en las que figuraban, por ejemplo, nombres como los de Bill Pullman y Mickey Rourke. Y que Malick no vive del cine y que por lo tanto se toma todo el tiempo que considera necesario para hacer una película: por caso cinco años, como sucedió con La delgada línea roja. Ante la insistencia del periodismo, ansioso por conocer algún dato sobre el director que con su silencio ha sabido construirse una leyenda, uno de sus actores lo definió como una rara avis del cine estadounidense: Es la clase de persona que cuando se muera lo único que le van a encontrar en el armario va a ser cuatro camisas, dos pantalones y un par de zapatos. Porque todo lo que tiene lo ofrece a quienes tiene cerca. Habrá que ver si el jurado de la Berlinale, presidido por Angela Molina, es tan generoso y le regala un Oso a la película el próximo fin de semana, a cuenta de algún Oscar.
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