EL VIAJE Por Eduardo Galeano |
Otros médicos, que se ocupan de los ya vividos, dicen que los viejos, al fin de sus días, mueren queriendo alzar los brazos. Y así es la cosa, por muchas vueltas que le demos al asunto, y por muchas palabras que le pongamos. A eso, así de simple, se reduce todo: entre dos aleteos, sin más explicación, transcurre el viaje.
La encrucijada
En el otoño del '93, el periodista Juan Bedoian entrevistó a un médico de guardia, en un hospital público de Río de Janeiro. El hospital, ubicado en el barrio más copetudo de la ciudad, atendía a mil pacientes por día, muchos de ellos pobres pobrísimos. El médico contó: --La semana pasada, tuve que elegir entre dos bebés. Aquí hay un solo respirador artificial. Los bebés llegaron al mismo tiempo, ya moribundos, y yo tuve que decidir quién iba a vivir y quién iba a morir. Salvando a uno, mataba al otro. Matando a uno, salvaba al otro. Yo no soy quién, pensó el médico: que decida Dios. Pero él bien sabía que la vida y la muerte dependían, en ese momento, de aquel único respirador. Aquella única máquina, y Dios tenía poco o nada que ver con el asunto. Los bebés estaban en las últimas. No había tiempo para pensar, no había más remedio: de todos modos, hiciera lo que hiciera, el médico iba a cometer un crimen. Si no hacía nada, cometía dos. El médico cerró los ojos, y decidió: un bebé fue condenado a morir, y el otro fue condenado a vivir.
El bautismo
El agua más fría del cielo bombardeó Buenos Aires aquella tarde de invierno de 1906. A las cinco en punto, en pleno diluvio, lluviazón, helazón, nació un niño en la calle Castro. El padre arrancó al niño de los brazos de la madre, se lo llevó a la azotea y lo alzó, desnudito, ante la lluvia feroz. Y a la luz de los relámpagos lo ofreció a la lluvia, gritando a pleno pulmón, voz de trueno entre los truenos.
--¡Hijo mío, que las aguas del cielo te bendigan! El recién nacido se pescó tremenda pulmonía. Pasó cuatro meses de mal en peor. Y cuando ya lo daban por muerto, se salvó. También se salvó de llamarse descanso dominical. El padre, un anarquista pobre y poeta, siempre perseguido por la policía y por los acreedores, quiso llamarlo así en homenaje a esa reciente conquista obrera, pero el Registro Civil no le aceptó el nombre. Entonces se reunieron los amigos, anarquistas pobres y poetas, siempre perseguidos por la policía y por los acreedores, y discutieron el asunto. Y fueron ellos quienes decidieron que se llamaría Cátulo. Cátulo Castillo, el niño que unos cuantos años después fue capaz de inventar "La última curda" y otros tangos de esos que son para escuchar de pie, sombrero en mano.
El porvenir
Mientras peinaba la muñeca, Rita anunció:
--Cuando yo sea grande, voy a ser música. Horacio Tubio, que estaba leyendo el diario, levantó la vista por encima de los lentes:
--Qué buena noticia --dijo, y quiso saber qué instrumento iba a tocar.
--La flauta --dijo ella. Horacio se comprometió a ir a su primer concierto:
--Allí, en primera fila, estaré yo, para aplaudirte. Rita lo miró, acostó la muñeca, se encaramó al sillón y se puso a sumar con los dedos. Sumó y sumó, de dedo en dedo: después, meneó la cabeza y, muy severamente, dijo:
--Mirá, tío. A mí me parece que no vas a poder ir, porque vas a estar un poquitito muertito.
La tiza
A contracorazón, sin alegría, cumplía la tiza su trabajo de cada día en una escuela de Praga. Sufría la tiza, gemía. Chillando hacía lo que debía: la maestra la obligaba a dibujar, en el pizarrón, palabras despedazadas en sílabas, acribilladas de acentos, y números ordenados como soldaditos en fila. Mientras los niños crecían, la tiza encogía. Poquito cuerpo le quedaba, cuando la maestra la tiró al cesto de la basura. La tiza despertó, un rato después, en el fondo del bolsillo de uno de los alumnos. Ese niño se sentó, en plena calle, y dibujó sobre el asfalto. Con aquel último resto de tiza, el niño dibujó el viento. Y la tiza, feliz, ni se dio cuenta de que se desvanecía para siempre.
Las reglas
Chema jugaba con la pelota, la pelota jugaba con Chema, la pelota era un mundo de colores y el mundo volaba, libre y loco, flotaba en el aire, rebotaba donde quería, picaba para aquí, saltaba para allá, de brinco en brinco: llegó la madre y mandó a parar. Maya López atrapó la pelota y la guardó bajo llave, dijo que Chema era un peligro para los muebles, para la casa, para el barrio y para la Ciudad de México y lo obligó a ponerse los zapatos, a sentarse como es debido y a hacer las tareas para la escuela.
--Las reglas son las reglas --dijo. Chema alzó la cabeza:
--Yo también tengo mis reglas --dijo. Y dijo que, en su opinión, una buena madre debía obedecer las reglas de su hijo: que me dejes jugar todo lo que quiera, que me dejes andar descalzo, que no me mandes a la escuela ni a nada parecido, que no me obligues a dormir temprano y que cada día nos mudemos de casa. Y mirando el techo, como quien no quiere la cosa, agregó:
--Y que seas mi novia.
La revelación
Cuando Ricardo Marchini cumplió diez años de edad, sintió que la hora de la verdad había llegado.
--Vamos, Leo --dijo--. Tenemos que hablar. Y se marcharon, calle arriba, los dos. Anduvieron un buen rato por el barrio Saavedra, dando vueltas, en silencio. Leonardo se detenía mucho, como tenía costumbre, y después apuraba el paso para alcanzar a Ricardo, que caminaba con las manos en los bolsillos y el ceño fruncido. Al llegar a la plaza, Ricardo se sentó. Tragó saliva. Apretó la cara de Leonardo entre las manos y, mirándolo a los ojos, largó el chorro.
--Mirá Leo perdoná que te lo diga pero vos no sos hijo de papá y mamá es mejor que lo sepas Leo que a vos te recogieron de la calle. Suspiró hondo:
--Tenía que decírtelo, Leo. Leonardo había sido encontrado, cuando era muy chiquito, dentro de una bolsa negra de la basura, pero Ricardo prefirió ahorrarle esos detalles. Entonces, regresaron a casa. Ricardo iba silbando, Leonardo meneaba el rabo, saludando a los amigos: los vecinos lo querían, porque él era marrón y blanco, como el Platense, el club de fútbol del barrio, que casi nunca ganaba. |