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OPINION

El fracaso de un golpe de Estado

Por Carlos Escudé


t.gif (862 bytes)  Final feliz de un proceso bochornoso, el fracaso republicano en conseguir siquiera una mayoría simple en el Senado para condenar a Clinton representó el colapso de un intento de golpe de Estado parlamentario. El sistema presidencialista norteamericano establece que es el pueblo mediante su voto quien pone y saca presidentes. Sólo delitos muy graves pueden justificar una destitución por medio de un juicio político. Pero en Estados Unidos se intentó interrumpir el mandato de Clinton por presuntos delitos vinculados a una relación sexual consensual entre dos adultos. Algo así como el esfuerzo de la Duma por destituir a Yeltsin por genocidio contra su propio pueblo. ¿Será que la cultura democrática norteamericana no es superior a la de los rusos?

En realidad, lo acontecido no hubiera podido ocurrir durante la Guerra Fría. Entonces se creía luchar por valores superiores y contra el mal absoluto, y esto movilizaba escrúpulos y limitaba el oportunismo. Jamás hubieran corrido el riesgo de paralizar la política norteamericana por un escándalo sexual, porque eso les hubiera valido el escarnio generalizado. Pero con la misión redentora de Estados Unidos en crisis, desapareció la percepción consensual de un interés nacional, y la política se canibalizó.

Resurgieron viejos demonios autoritarios. Las instituciones democráticas norteamericanas son ejemplares, pero la cultura de su pueblo es a veces de una intolerancia que hace parecer magnánimamente liberal a la Argentina actual. Recuérdese por caso la Ley Seca de la década de 1920, que prohibió el consumo de vino. O la caza de brujas macartista de los años 50, que encontraba comunistas debajo de cada cama. O la actual marginación del fumador, víctima de los cambiantes humores de la sociedad.

Fue en ese contexto cultural que los republicanos apostaron a las raíces puritanas sin medir los costos para el Estado y la sociedad. Y perdieron. Pero la lucha se volvió sórdida. No sólo la obscena ventilación pública de detalles propios de toda relación sexual privada, sino también el más mezquino cálculo en cada paso de la gran comedia librada en el Congreso. Todas las decisiones delataban que lo que allí se jugaba no era la justicia. ¿Serían públicas o secretas las deliberaciones finales? Los demócratas, a sabiendas ya de que el juicio no era popular, votaron porque fueran públicas para que los instigadores pagasen el costo político. Pero éstos, responsables de la obscenidad anterior, impusieron su mayoría alegando el recato que las circunstancias imponían.

Habiéndose votado contra la destitución, ¿habría una declaración de censura contra la conducta de Clinton? Los demócratas la querían, ansiosos de mostrar que no eran los apologistas de la conducta presidencial. Pero los republicanos, que habían buscado la destitución, se negaron ahora a censurar, especulando con que tal vez la "mayoría moral" castigue a los demócratas por haber salvado a Clinton.

¿Defensa de la moral? ¿Democracia ejemplar? Lo que sí aprendimos es que, más allá de las graves falencias de nuestra propia democracia, ya nadie tiene la autoridad para impartirnos sermones de moral política.

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