Principal RADAR NO Turismo Libros Futuro CASH Sátira

AY, LOS NORTEAMERICANOS

Por Mempo Giardinelli
(Desde Tallahassee, Florida)

A David Viñas

na28fo01.jpg (18375 bytes)


t.gif (862 bytes) Ibamos a hablar de El llano en llamas, de Juan Rulfo. Todos los estudiantes, chicos y chicas de poco más de veinte años, disciplinadamente habían leído el libro completo durante el fin de semana. Algunos dijeron estar impresionados por la pobreza extrema en que viven los personajes rulfianos y me preguntaron qué era eso de repartir la tierra... Les sugerí que recordaran que la cuestión de la tierra era una de las premisas de la reforma agraria. Me preguntaron qué era eso... Les dije que una de las razones fundamentales de la Revolución Mexicana de 1910. Volvieron a preguntarme qué era eso... Y entonces me di cuenta de que para ellos el maravilloso cuentario de Rulfo no podía ser sólo literatura. Dediqué la clase a explicar lo que cualquiera mínimamente debiera saber sobre aquel episodio fundamental de la historia de las Américas y del mundo.
Esto es lo que sucede, me dije después: leen todo, disciplinadamente, pero sin contexto. Leen con una ingenuidad conmovedora, pero vaya uno a saber cómo lo acomodan en sus mentes.
Y es que los Estados Unidos son un país fantástico, ya se sabe, donde todo está pensado para el confort y el consumo, y donde todo funciona como una maquinaria perfecta: la administración, la industria, el comercio, los servicios, todo está organizado, reglamentado, señalizado y garantizado su cumplimiento. Si algo falla, se arregla enseguida. Y si no se arregla, la ira de Dios cae sobre los responsables. La rueda funciona porque el consumo excita las necesidades, las necesidades excitan la tecnología, la tecnología excita los servicios, los servicios excitan el consumo y vuelta a empezar.
Nada de sentimentalismos: la gente debe terminar lo suficientemente cansada y convencida de que todo está perfecto y en su lugar, y sobre todo dispuesta a adorar la única quietud que le está permitida: la de mirar la tele, comer y engordar. Trabajar muchísimo, aislarse y los domingos asistir a los millones de servicios religiosos que se ofrecen en el fabuloso mercado de la fe que garantiza, a su vez, que las culpas no fastidien.
Los verdaderos Estados Unidos no son el país que sugiere el cine y la tele. Ningún liberalismo en la vida cotidiana, muchachos. En la televisión norteamericana suena un pitido en el lugar de las “malas” palabras y no se muestran escenas de sexo, ni pechos o colas provocativos: apenas didácticas violaciones. Con el disfraz que se le llame, existe la censura lisa y llana. Y en las calles la gente no se habla y cuando se saluda lo hace a toda sonrisa pero no por atentos sino por miedo a que el otro pueda ser un violador. Nadie se mete con nadie, pero no por discretos sino por miedo a que el otro te haga un juicio. No se dicen palabras ambiguas ni se nombran los rasgos étnicos: los negros ahora son african-americans y los chinos son asian-americans. Se trata de ser “políticamente correctos”.
Este es un país al que vengo todos los años desde hace quince (“conozco al monstruo porque he vivido en sus entrañas”, como escribió José Martí) y me doy cuenta de que es cada vez más evidente que aquí piensan que el sexo es feo, sucio y malo a más no poder. Por eso en este asombroso país prosperan los fundamentalismos de todo tipo: el del fiscal Starr no es sino la expresión de una conducta social difundida, aprobada y temida. Como dicen los norteamericanos más lúcidos y ha recordado recientemente Gabriel García Márquez en un artículo memorable, éste sigue siendo el país de Nathanael Hawthorne, el enorme narrador de la Nueva Inglaterra que a fines del Siglo XIX escribió una novela como La letra escarlata, en la cual muestra los horrores de la hipocresía y el fanatismo religioso. La vasta literatura –Faulkner, Hughes, Caldwell, O.Connor, Steinbeck, Baldwin, Himes– ha venido mostrándonos anticipadamente lo que es este país.
Pero lo más terrible es que el fanatismo de cruzados hoy también incluye a universitarios, minusválidos, negros, feministas; es impresionante pero en este país casi todos se han vuelto un poco –o un mucho– fundamentalistas.
El otro día el escritor Roberto Fernandez, a quien sus padres trajeron de Cuba cuando era un niño, en los 60, y ahora es un sólido narrador norteamericano aunque sigue teniendo una sensibilidad y un comportamiento típicamente hispanos, me dijo: “En este país ser católico tiene un montón de ventajas”. Le pregunté por qué. “Porque es la única religión que te deja hacer lo que se te da la gana.”
En la noche, cenando con un grupo de ítalo-norteamericanos provenientes de otras universidades, comenté mi clase sobre Rulfo. Los colegas encontraron absolutamente lógico el episodio. “Es lo mismo que pasó con lo de Clinton y Lewinsky –dijo Tony, metiendo el tópico en la reunión–: la gente piensa que está informada porque creen fanáticamente en la libertad de información y en lo que dice la tele, y se sienten con derecho a comentarlo todo aunque no sepan de lo que están hablando. Es perversamente maravilloso”.
Un descendiente de abruzzeses comentó con itálica sorna las andanzas clintonianas, y concluyó, no sin tristeza: “Este país era hermoso pero se ha vuelto insoportable: hoy miras a los ojos a cualquiera en la calle y te hace un juicio”.
Otro remató: “Los religiosos y los abogados echaron a perder este país. Sólo faltó que cayera Clinton: hubiéramos empezado el milenio desde el peor oscurantismo”.
–¿Y entonces por qué no lo defendieron? –pregunté–. La mejor defensa pública fue un artículo de García Márquez, que no es norteamericano.
–Porque la enorme mayoría de nosotros está demasiado satisfecha consigo misma. Aquí casi todos creen que nada es más importante que conservar lo que tienen. Lo de Clinton es algo que sucede en la tele y pueden simpatizar con él y agradecerle el bienestar, pero nadie iba a mover un dedo por él porque aquí lo único que importa es que no se caiga el sistema. Y el sistema no se caía con el triunfo de los republicanos. Al contrario, se hubiera fortalecido.
En la clase siguiente, dije a mis alumnos que además de los libros que debían leer, ante cada tema que no comprendieran sería obligatorio revisar enciclopedias, archivos y bibliotecas porque nada puede comprenderse bien sin los contextos. También les dije que esperaba que al menos en mis clases fueran políticamente “incorrectos”. Y todo lo dije como lo diría un norteamericano: seco, cortante, eficiente.

Hacer clic sobre el chiste
         Rep

PRINCIPAL