Ibamos a hablar de El
llano en llamas, de Juan Rulfo. Todos los estudiantes, chicos y chicas de poco más de
veinte años, disciplinadamente habían leído el libro completo durante el fin de semana.
Algunos dijeron estar impresionados por la pobreza extrema en que viven los personajes
rulfianos y me preguntaron qué era eso de repartir la tierra... Les sugerí que
recordaran que la cuestión de la tierra era una de las premisas de la reforma agraria. Me
preguntaron qué era eso... Les dije que una de las razones fundamentales de la
Revolución Mexicana de 1910. Volvieron a preguntarme qué era eso... Y entonces me di
cuenta de que para ellos el maravilloso cuentario de Rulfo no podía ser sólo literatura.
Dediqué la clase a explicar lo que cualquiera mínimamente debiera saber sobre aquel
episodio fundamental de la historia de las Américas y del mundo.
Esto es lo que sucede, me dije después: leen todo, disciplinadamente, pero sin contexto.
Leen con una ingenuidad conmovedora, pero vaya uno a saber cómo lo acomodan en sus
mentes.
Y es que los Estados Unidos son un país fantástico, ya se sabe, donde todo está pensado
para el confort y el consumo, y donde todo funciona como una maquinaria perfecta: la
administración, la industria, el comercio, los servicios, todo está organizado,
reglamentado, señalizado y garantizado su cumplimiento. Si algo falla, se arregla
enseguida. Y si no se arregla, la ira de Dios cae sobre los responsables. La rueda
funciona porque el consumo excita las necesidades, las necesidades excitan la tecnología,
la tecnología excita los servicios, los servicios excitan el consumo y vuelta a empezar.
Nada de sentimentalismos: la gente debe terminar lo suficientemente cansada y convencida
de que todo está perfecto y en su lugar, y sobre todo dispuesta a adorar la única
quietud que le está permitida: la de mirar la tele, comer y engordar. Trabajar
muchísimo, aislarse y los domingos asistir a los millones de servicios religiosos que se
ofrecen en el fabuloso mercado de la fe que garantiza, a su vez, que las culpas no
fastidien.
Los verdaderos Estados Unidos no son el país que sugiere el cine y la tele. Ningún
liberalismo en la vida cotidiana, muchachos. En la televisión norteamericana suena un
pitido en el lugar de las malas palabras y no se muestran escenas de sexo, ni
pechos o colas provocativos: apenas didácticas violaciones. Con el disfraz que se le
llame, existe la censura lisa y llana. Y en las calles la gente no se habla y cuando se
saluda lo hace a toda sonrisa pero no por atentos sino por miedo a que el otro pueda ser
un violador. Nadie se mete con nadie, pero no por discretos sino por miedo a que el otro
te haga un juicio. No se dicen palabras ambiguas ni se nombran los rasgos étnicos: los
negros ahora son african-americans y los chinos son asian-americans. Se trata de ser
políticamente correctos.
Este es un país al que vengo todos los años desde hace quince (conozco al monstruo
porque he vivido en sus entrañas, como escribió José Martí) y me doy cuenta de
que es cada vez más evidente que aquí piensan que el sexo es feo, sucio y malo a más no
poder. Por eso en este asombroso país prosperan los fundamentalismos de todo tipo: el del
fiscal Starr no es sino la expresión de una conducta social difundida, aprobada y temida.
Como dicen los norteamericanos más lúcidos y ha recordado recientemente Gabriel García
Márquez en un artículo memorable, éste sigue siendo el país de Nathanael Hawthorne, el
enorme narrador de la Nueva Inglaterra que a fines del Siglo XIX escribió una novela como
La letra escarlata, en la cual muestra los horrores de la hipocresía y el fanatismo
religioso. La vasta literatura Faulkner, Hughes, Caldwell, O.Connor, Steinbeck,
Baldwin, Himes ha venido mostrándonos anticipadamente lo que es este país.
Pero lo más terrible es que el fanatismo de cruzados hoy también incluye a
universitarios, minusválidos, negros, feministas; es impresionante pero en este país
casi todos se han vuelto un poco o un mucho fundamentalistas.
El otro día el escritor Roberto Fernandez, a quien sus padres trajeron de Cuba cuando era
un niño, en los 60, y ahora es un sólido narrador norteamericano aunque sigue teniendo
una sensibilidad y un comportamiento típicamente hispanos, me dijo: En este país
ser católico tiene un montón de ventajas. Le pregunté por qué. Porque es
la única religión que te deja hacer lo que se te da la gana.
En la noche, cenando con un grupo de ítalo-norteamericanos provenientes de otras
universidades, comenté mi clase sobre Rulfo. Los colegas encontraron absolutamente
lógico el episodio. Es lo mismo que pasó con lo de Clinton y Lewinsky dijo
Tony, metiendo el tópico en la reunión: la gente piensa que está informada porque
creen fanáticamente en la libertad de información y en lo que dice la tele, y se sienten
con derecho a comentarlo todo aunque no sepan de lo que están hablando. Es perversamente
maravilloso.
Un descendiente de abruzzeses comentó con itálica sorna las andanzas clintonianas, y
concluyó, no sin tristeza: Este país era hermoso pero se ha vuelto insoportable:
hoy miras a los ojos a cualquiera en la calle y te hace un juicio.
Otro remató: Los religiosos y los abogados echaron a perder este país. Sólo
faltó que cayera Clinton: hubiéramos empezado el milenio desde el peor
oscurantismo.
¿Y entonces por qué no lo defendieron? pregunté. La mejor defensa
pública fue un artículo de García Márquez, que no es norteamericano.
Porque la enorme mayoría de nosotros está demasiado satisfecha consigo misma.
Aquí casi todos creen que nada es más importante que conservar lo que tienen. Lo de
Clinton es algo que sucede en la tele y pueden simpatizar con él y agradecerle el
bienestar, pero nadie iba a mover un dedo por él porque aquí lo único que importa es
que no se caiga el sistema. Y el sistema no se caía con el triunfo de los republicanos.
Al contrario, se hubiera fortalecido.
En la clase siguiente, dije a mis alumnos que además de los libros que debían leer, ante
cada tema que no comprendieran sería obligatorio revisar enciclopedias, archivos y
bibliotecas porque nada puede comprenderse bien sin los contextos. También les dije que
esperaba que al menos en mis clases fueran políticamente incorrectos. Y todo
lo dije como lo diría un norteamericano: seco, cortante, eficiente.
Rep
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