LOS MURGUISTAS Por Cristian Alarcón |
En el comienzo de la columna los estandartes de cada murga están frenados por varios policías con ataque de nervios. Todavía no se han recuperado los semáforos del corte de luz del lunes, los automovilistas padecen el síndrome de los miércoles ante los jubilados, insultan con el macho acelere de motores y los más delicados bocinan. Para colmo de males los pitos de los azules se mezclan peligrosamente con los de los multicolores. De manera que se van alternando, a medida que los agentes hacen la seña de avance, ora hacia Corrientes, ora hacia Callao. Lástima que es un día maldito y los porteños parecen fastidiados por las únicas dos alternativas. Tan es así que el agente grita por sobre el retumbar: "¡paren carajo!". Así es que la marcha ha comenzado, y ya avanzan las cuatro primeras murgas, en blanco y azul, en verde y violeta, en azul y rojo, en azul y oro, y combinaciones más o menos ridículas, siempre de Carnaval. Y allí en el ruedo se van sucediendo, con ton y son, las grandes y viejas murgas de los cuarenta, de los cincuenta, con las de mediana edad que nacieron en los ochenta, y las pendejas murgas de taller que crecen como la polución en todos los barrios, hasta quedar llenas de bellezas jóvenes, muy jóvenes, de danzares más modernos y perfiles progres. Y entre todos ellos esos dibujos en las espaldas, en los torsos, en las piernas, en las galeras. Y algunos con inscripciones como Luli, o Venceremos. Allí se mezclan el muñeco terrible con una oleada de cheguevaras en negro y plateado bajo las nucas, y las caras de Perón y Eva, más algunas ve corta y Mickey Mouse, su novia Minnie, el clásico pañuelo de las Madres, y claro, decenas de decenas de lenguas rojas Stones, meta festival. Ni los que salen del San Martín, ni la concurrencia de la Gandhi entienden a primera vista qué significa el corso en su calle. Y al principio tampoco lo saben los repartidores de volantes para comprar baratos celulares, ni los kiosqueros. El que la tiene bastante clara es un don de cinco dientes, tres arriba, dos abajo, que ya no vende como en los corsos de la Avenida de Mayo, o como en los de Villa del Parque o Pompeya. En aquel entonces se llenaba de billetes con el mercadeo de papelitos, de nieve, de jugitos mijú y vino clandestino y pésimo. En estas circunstancias Carlitos Batista, sesenta largos, vendedor "profesional de toda la vida", se extasía ante el paso de los Chiflados del Abasto. Ni siquiera intenta ofrecerle, a la improvisada galería de transeúntes, una de esas viboritas chinas de papel sacando la lengua bífida desde la cima de un palo de escoba. Salen a uno con cincuenta. El hombre reflexiona, casi circunspecto, sobre la necesidad del corso, más allá de sus propios intereses económicos. Sabe, porque lo ha visto, que la fiesta terminó cuando terminó la fiesta, apenas dado el último golpe. Desde entonces que no hay feriados los lunes y martes de Carnaval. Hace tres años que sesenta agrupaciones de Murgas Unidas Ganando Alegría Siempre, protestan por el regreso de esos francos callejeros. Ayer, se quebraron carnavaleros, llenos de sudor, en esa marcha de protesta a propósito del corso, superando la rivalidad mortal entre los Amantes de la Boca y los Herederos de Palermo, o entre los Cometas y los Chiflados de Boedo.
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