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OPINION
Los perdedores de siempre
Por James Neilson

Todos los “progresistas” concuerdan en que la Argentina está transformándose en un país cada vez más inequitativo y que por lo tanto convendría intentar revertir esta tendencia. ¿Verdad? Sólo a medias. Aunque la creciente brecha que separa a los que tienen de quienes viven en la miseria más absoluta ha dado pie a un coro impresionante de lamentaciones, la voluntad de los presuntamente solidarios de hacer algo práctico a fin de reducirla se aproxima a cero. No es que los progresistas sean contrarios por principio a transferir recursos desde un sector hacia otro, es que las medidas que más les atraen favorecerían a grupos que en términos económicos ya se encuentran entre los privilegiados, lo cual quiere decir que perjudicarán a los demás, sobre todo a los indigentes.
Nada más desplomarse el real brasileño, el empresariado local desenfundó con gritos de orgullo la bandera celeste y blanca, y con la aprobación manifiesta de cuanto progresista anda por aquí, se puso a reclamar medidas “defensivas” o sea, en buen romance, dinero. No lo dicen sin ambages, hablan de cosas que suenan inocuas como cupos, créditos blandos, vacaciones impositivas, aranceles, promoción industrial, etc. etc, pero ¿quiénes serían los encargados de costear todo esto? No serían ni los brasileños ni los banqueros extranjeros sino “el Estado”, es decir, todos aquellos que según parece no merecen ser “defendidos” contra los golpes económicos. Los empresarios prometen retribuir un día la largueza de sus compatriotas: si nos ayudan un poco ahora pronto seremos “competitivos”, juran y, por increíble que parezca, hay quienes los toman en serio.
Otro lobby que está movilizándose, si bien un tanto tardíamente, es el de los exiliados, categoría que abarca no sólo a los auténticamente traumatizados, sino también a los funcionarios, legisladores y otros cuyos ingresos son veinte o treinta veces superiores a los de muchos argentinos y que, es de suponer, en algunos casos ya han ganado juicios contra “el Estado”, engordando así su patrimonio a costa de gente que no tuvo nada que ver con el terrorismo estatal. No es una cuestión de “justicia” –todos podríamos afirmarnos víctimas de las aberraciones políticas de las décadas últimas–, sino de determinar quiénes pagarían las indemnizaciones reclamadas. ¿Los militares? ¿El empresariado que los respaldó? Claro que no. Como siempre ocurre, en última instancia los más afectados serían los más pobres, aquellos a los que “el Estado” –o mejor dicho, la comunidad–, ya ha abandonado a su suerte, so pretexto de carecer del dinero necesario para darles una mano.

 

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