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OPINION
La naturaleza de las cosas

Por Mario Wainfeld

Los primeros coqueteos entre radicales y frepasistas nacieron en la hoy derruida confitería de El Molino. En esa convocatoria, la UCR estaba representada por Federico Storani. Los siguientes escarceos protoaliancistas los encabezaron el propio Storani y Rodolfo Terragno. Raúl Alfonsín no sólo no participaba en estos intentos, sino que era uno de sus principales (si no el principal) escollo. El viraje del ex presidente que levantó su veto a la coalición (en parte determinado por el riesgo de quedar en un molesto tercer puesto compitiendo contra Graciela Fernández Meijide y Chiche Duhalde) aceleró la posibilidad de constitución de la Alianza opositora.
La Alianza nació con una conducción colegiada, “el grupo de los cinco” compuesto por el propio Alfonsín, De la Rúa, Terragno, Fernández Meijide y Carlos “Chacho” Alvarez. Era supuestamente igualitario pero algunos (Alfonsín a la cabeza) eran bastante más iguales que otros (Terragno, especialmente).
Ya lanzada la interna, Graciela y Fernando, los dos candidatos, adquirieron un lógico rol estelar y al mismo tiempo confrontativo. Alvarez y Alfonsín se ubicaron –por características, temperamento y táctica– en el lugar de los armadores y garantes de la unidad opositora. Generaron y adquirieron confianza mutua y afectos transversales. Muchos frepasistas se prendaban de Alfonsín y muchos radicales de Chacho, los dos hombres que pensaban a largo plazo, los que se reunían y suturaban heridas cuando parecía que todo iba a estallar. Ese papel le calzaba como un guante –y le agradaba– al ex presidente.
La resolución de la interna (victoria muy amplia de De la Rúa, rápida sumatoria de Alvarez a la fórmula nacional) alteró enérgicamente los roles y las relaciones de fuerza entre los Cuatro que quedaban de los Cinco. El candidato a presidente adquirió obvia centralidad. Alvarez cambió de rol y su rápida renuncia a postularse a la Jefatura de Gobierno de la Capital y su apuesta al armado nacional lo recolocaron como garante de la Alianza. Pero, en buena medida, los cinco quedaron reducidos a dos, los que tienen la chance de llegar a la Rosada, los que recorrerán todo el país, serán asediados por los periodistas y –si ganan– definirán líneas políticas y cargos a diferir.
Entre los dos desplazados, Fernández Meijide quedó bastante mejor posicionada que Alfonsín. La frepasista perdió peso relativo pero conservó un lugar arriesgado y potente: la candidata opositora en la más peronista de las provincias.
Alfonsín, en cambio quedó descolocado al no tener una candidatura (no podía tener ninguna parangonable a su peso específico) en un año electoral. Es un dato, además, que el recuerdo de los flancos más débiles de su gobierno –la hiperinflación por encima de todo– será un espantajo que agitará el peronismo para restarle votos a la Alianza. Por eso Alvarez y De la Rúa advirtieron en enero que era contraproducente la frondosa presencia mediática de Alfonsín cuando estalló la crisis brasileña. Alfonsín, rodeado de integrantes de su ex equipo económico, hablando en nombre de la Alianza en medio de un huracán, era para sus compañeros y correligionarios un salvavidas de plomo. De un modo u otro, en forma explícita o tácita, dirigentes radicales y frepasistas lograron que Alfonsín se enterara de este recelo. También lo chistaron cuando salió en forma demasiado enfática a defender a Guido Di Tella y a Martín Balza con relación al escándalo de la venta de armas.
La doble renuncia de Raúl Alfonsín fue decidida –según coinciden radicales y frepasistas– casi en intimidad y en forma bastante inesperada, con la mezcla de subjetividad, convicción y capricho malhumorado que son su estilo, su marca de fábrica. Habrá detalles, anécdotas, miradas y reuniones que sólo él conoce en su totalidad. Pero el contexto esencial de su jugada surge de una serie de hechos públicos tamizados por su lectura y su voluntad: a) la definición de un liderazgo en el radicalismo, que no es el suyo sino, naturalmente, el del candidatoa presidente; b) la mengua de su protagonismo y c) la percepción (propia e inducida) de que su palabra y su presencia no eran deseadas. Que no fue -como él escribió– “una persistente y perversa campaña pública” la que puso su protagonismo en conflicto con el de la fórmula de la Alianza. Antes bien, fue el propio peso de las definiciones políticas. No una conjura, sino la propia naturaleza de las cosas.

 

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