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Por Pedro Lipcovich El curso de agua subterráneo artificial más grande de América latina, el arroyo Maldonado, aumentará en un 23 por ciento su capacidad para evacuar el agua que, a cada lluvia violenta, inunda Buenos Aires. Así lo promete el Gobierno de la Ciudad, que está construyendo 18 kilómetros de tabiques longitudinales en el interior del túnel, en reemplazo de las columnas que obstaculizaban el paso del agua. Faltan 5 meses para que finalicen los trabajos, y dentro de 10 días empezarán los cortes parciales de tránsito en Santa Fe y Juan B. Justo para perfeccionar el puente subterráneo ver recuadro que hay en el lugar. Página/12 estuvo presente ayer en una recorrida de la oscuridad del Maldonado, se detuvo ante los chorros de agua hirviente, conoció la diferencia entre un sumidero y una boca de registro y participó en el salvataje de un gatito naufragado. Quién no tuvo, en su patio de infancia, una rejilla, donde se arremolinaba la lluvia y se escurría el agua de las macetas de mamá. Quién no se atrevió a levantar la rejilla para mirar el comienzo del tubo misterioso y sentir el perfume acre y, a través de los años, tan dulce. Pero hay un lugar donde desembocan todas las rejillas. Desde el obrador de la avenida Bullrich y Santa Fe, un lento montacargas bajó la camioneta con periodistas al lecho subterráneo del Maldonado. El Gobierno de la Ciudad había invitado a los periodistas, en respuesta a las preguntas sobre las inundaciones que la ciudad sufre con cada lluvia fuerte. Al descender, luego de recibir un viento casi frío y recuperar aquel olor acre y dulce, se constata que el célebre entubamiento del Maldonado no es un tubo en realidad, sino un túnel de sección rectangular, de 3 metros y medio de alto por unos 20 metros de ancho. La obra, que data de la década del 30 y es todavía la mayor en su género en América latina, tiene sin embargo un defecto de origen: las columnas que sostienen el techo provocan turbulencias que hacen más lenta la circulación del agua. Un estudio del Instituto Nacional de Ciencia y Tecnología Hídricas (Incith) determinó que la mejor solución era transformar las cuatro hileras de columnas en cuatro tabiques longitudinales, dividiendo así el Maldonado en cinco conductos paralelos. Según los cálculos, los 110/120 metros cúbicos por segundo que ahora es capaz de drenar subirán a 150/160: un incremento del 23 por ciento que, según explicó el arquitecto Hernán Salinas, del Programa Hidráulico de la Ciudad de Buenos Aires, disminuirá la magnitud de las inundaciones en toda la cuenca del Maldonado, aunque harán falta otras obras para eliminarlas por completo. En abril del año pasado empezaron las obras para tabicar los 4 kilómetros y medio de la zona más crítica del Maldonado, bajo Juan B. Justo desde Santa Fe hasta Donato Alvarez. Se completó ya el 60 por ciento, hasta la calle Camargo, y hasta allí llegó el tour por el río subterráneo. La camioneta surcaba una capa de agua de 10 centímetros de profundidad, habitual cuando no llueve. Una lluvia normal eleva el agua a un metro y medio o dos, y las grandes lluvias llegan a colmar el túnel en menos de una hora. Un sistema de alarmas permite la evacuación inmediata de los operarios. La camioneta pasó bajo los arcos de ladrillo perfectamente conservados del puente más secreto de Buenos Aires (ver recuadro). Sólo sus faros iluminaban el túnel. Cuando empezamos los trabajos, las paredes estaban tapadas de cucarachas, comentó el arquitecto. La presencia humana las ahuyentó quién sabe adónde. Ratas no suele haber porque, cuando el agua llena el túnel, limpia todo. Es que el Maldonado es colector pluvial, no cloacal, y se mantiene relativamente limpio. La única fauna visible ayer era un gatito solo, aterido en el agua. A veces caen por las bocas de tormenta pero también hay gente que los tira, comentó un operario. El animalito fue izado a la camioneta. Cada cien o doscientos metros, en las paredes había manchas de penumbra, las desembocaduras de los sumideros; por algunas caían leves chorros de agua. Pero, a los dos kilómetros de recorrido, un grueso chorro de agua hirviendo llenaba el túnel de vapor. Puede ser un desagüe ilegal, de alguna empresa, admitió Salinas. Unos metros más allá, el perfume acre y dulce era reemplazado por un olor áspero, químico, de origen desconocido. Luego de una curva, literalmente apareció la luz al final del túnel: los potentes focos del obrador de Camargo. A esta altura, luego de la inicial sensación de encierro opresivo, el Maldonado se había vuelto íntimo y hospitalario como la rejilla de la infancia. Cada 150 metros, un leve resplandor marcaba las bocas de registro: esas tapas de fierro con ranuras, en medio del asfalto, cuya doble función es permitir la entrada al personal de mantenimiento y, cuando el túnel se llena de agua, dejar que salga el aire. Por las paredes se abrían círculos negros de más de un metro de diámetro, desembocaduras de los conductos maestros que recogen el agua de hasta 40 cuadras de distancia. En la zona de obras, más de 60 operarios llenaban los encofrados verticales con el hormigón bombeado desde las mezcladoras situadas arriba, en la avenida Juan B. Justo: construyen hasta cien metros lineales de pared por día. El viaje de regreso por el túnel fue, como siempre, más corto que el de ida. A la salida en la avenida Bullrich, Buenos Aires era un infierno de calor, y el olor acre y dulce se había ido para siempre. El gatito, ya sobre una pila de arena del obrador, empezaba a revivir.
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