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Por Fernando DAddario El ciudadano Leandro Barbieri es para todo el mundo Gato desde que un amigo lo rebautizó, haciendo hincapié en su instinto de merodeador nocturno, siempre al acecho de la vida en cualquier esquina porteña. El apodo adquiere ahora, cuando mucha agua ha pasado debajo de los puentes, una connotación menos bohemia, que el saxofonista prefiere asociar a otra particularidad felina: El hermetismo, el ser precavido, el no darme con mucha gente, según confiesa en una entrevista telefónica con Página/12 desde su departamento en Manhattan, New York. Sigue siendo Gato, claro, pero entre una y otra versión han pasado, además de 50 años, muchas otras cosas: un exilio voluntario y sin retorno, la fama asegurada y un Grammy en el bolsillo gracias a la banda de sonido del famoso film de Bernardo Bertolucci Ultimo tango en París, discos reveladores de una interesantísima fusión jazzero-folklórica, debilidades traducidas en excesos de drogas y alcohol, un contrato discográfico no renovado, una década y pico de aridez creativa, la muerte de Michelle (su compañera de toda la vida), un triple by-pass que lo dejó al borde de la muerte, un inesperado regreso a las actuaciones y a los estudios de grabación y... este presente. Quizás por todo eso, y más allá de cuestiones puntuales e ineludibles (como que el 11 de marzo próximo, ocho años después de su último desembarco en Buenos Aires, va a actuar en el teatro Gran Rex y dos días después lo hará gratis en su Rosario, en el Monumento a la Bandera) lo primero que se le pregunta es cómo está. Y Gato, que siente que hay cosas que ya no volverán a estar como antes, dice que sí que está bien, que mi corazón está mejor que antes, aunque me tengo que privar de muchas cosas que me gustan. Carnes, quesos, milanesas y bueno... el alcohol, aunque una, o dos, o tres copitas por día me puedo tomar. Habrá tiempo, después, para hablar de su nuevo disco, Che, Corazón, que está tocado por músicos y eso lo hace mejor que el anterior, Qué pasa, donde había demasiadas computadoras para mi gusto. Pero pregunta cuándo va a volver el fútbol en Argentina y entonces surgen espontáneamente su equipo favorito (soy un tipo nostálgico, y aunque trato de no nostalgiarme, lo que más extraño de la Argentina es Newell's Old Boys) e imágenes rosarinas que quizás recuerda con vaguedad, como su casa de la calle Entre Ríos al 300, a dos cuadras de donde vivía el Che. Repentinamente vuelve a 1999 y habla de sus renovadas giras por Europa, de sus shows en el mítico Blue Note del Greenwich Village, de su cansancio, y de su convencimiento de que mi música te da vida. Cuando yo tenía poca vida, mi música tampoco vivía. Ahora está retomando vitalidad. En los últimos 25 años estuvo sólo dos veces en Argentina. ¿A qué se debió? Me parece que es la Argentina o en Europa donde tengo que mostrar mi música. ¿Para qué voy a ir, por ejemplo, a Brasil, donde tienen una música tan rica que no necesitan escuchar la mía? Y en cuanto a Argentina, no soy un niño. Soy, más bien, un lobo de mar que ya nadó muchísimo. Ir a mi país me produce sentimientos contradictorios. Tocar en Buenos Aires o en Rosario puede ser un concierto más, pero al mismo tiempo no. Se mezclan muchas cosas. La última vez que actuó en Buenos Aires, los jazzeros más puristas se quedaron desconcertados por apertura a los ritmos latinos... Bueno, pero Argentina es Latinoamérica, ¿no? Quizás pensaron que yo soy un músico de jazz, y no lo soy, o mejor dicho, no toco solamente jazz. Hago una música muy particular. Para los latinos yo no soy latino y para los jazzistas no soy jazzista. Es extraño. Acá en New York, de todos modos, puedo tocar lo que quiero. En Europa también. Hubo una época en Argentina en que tenía que tocar sí o sí música criolla... Sí, claro, y fue curioso porque lo que nos parecía una imposición terminó beneficiándome. En la época de Perón, tocaba be-bop en una orquesta que se llamaba Casablanca. Y por orden del general, teníamos tocar 50 por ciento de música argentina. Así que me hicieron tocar tangos, chacareras, carnavalitos. La verdad es que me vino bien, y mi estilo posterior tuvo mucho que ver con esa posibilidad de buscar diferentes ritmos con una identidad muy particular. ¿El saxofón, con todas sus posibilidades expresivas en el campo del jazz, tiene alguna limitación a la hora de hacer algo más argentino? No, pero si yo pudiera volver a nacer, sería bandoneonista. En cierto modo hay una cosa muy arrabalera en mi música. Usted partió del jazz y encontró una manera muy especial de interpretar lo latino. Piazzolla partió del tango y buscó por el lado del jazz. ¿Hubo entre los dos algún punto de encuentro? En lo musical, te digo que a Piazzolla habría que hacerle un monumento. Fue un tipo que rompió muchas barreras, especialmente desde la composición. Y en lo personal, nos saludábamos, hola y chau, nos cruzamos en algunos conciertos. El se puso celoso porque me contrataron para hacer la banda de sonido de Ultimo tango en París. Pensó, seguramente, que lo tenían que haber llamado a él. Son cosas de músicos. ¿Usted ahora está cansado? Esto es un ascensor, un sube y baja permanente. Ahora quiero tocar. Tengo una segunda vida, y la oportunidad de intentar disfrutarla. Perdí muchas cosas en la vida. Ahora lo único que me queda es tocar.
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