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Panorama Político
Oscuridades
Por J. M. Pasquini Durán

Nadie protege a los usuarios de los servicios públicos privatizados. El dato no es una sorpresa para los críticos de las apresuradas privatizaciones del menemismo. Sin embargo, durante la primera mitad de esta década, la teología neoliberal pesó sobre la opinión pública más que ninguna advertencia. Como se pudo apreciar en estos días, la idea conservadora de reemplazar al Estado por la “mano invisible” del mercado apostó el bienestar de muchos a la impericia de unos pocos. Además, convirtió los negocios públicos en cotos de caza privados para la corrupción y el atropello impune, esterilizando los efectos positivos de la imprescindible modernización.
El sector eléctrico es un “monopolio natural”, puesto que sería irracional la existencia en la misma cuadra de múltiples líneas de transmisión y distribución de empresas competidoras. Debió permanecer como un bien público o muy asegurado ante accidentes y chapuzas, sin que esto signifique una opción excluyente entre público y privado, sino una simple cuestión de sentido común. Al contrario de lo que ahora sostienen algunos arrepentidos del mercadismo a ultranza, aquél no fue un debate ideológico entre socialistas y liberales o, como pregonaba el menemismo, entre modernistas y regresivos, sino entre el bien común y el negocio fácil. Para verlo con toda claridad, hizo falta un gigantesco apagón inmisericorde en la semana más caliente del verano porteño.
Encerrados en la lógica viciosa del “pensamiento único”, los reflejos políticos han perdido vivacidad ante las emergencias populares, así sean el desempleo, la pobreza o la forzada oscuridad, como si se trataran de desastres de la naturaleza, imprevisibles e irremediables. Hace poco, en este diario, Víctor De Gennaro, titular de la CTA, formulaba una pregunta lacerante: “Si no están dispuestos a cambiar la realidad, ¿para qué hacen política?”. Es una pregunta ociosa para los que viven la política como una serie ininterrumpida de competencias electorales, en las que la gente concreta, el ciudadano de carne y hueso, aparece como un porcentaje en la intención de voto, por sexo, edad, ocupación, barrio y educación.
El gobierno nacional, coherente con su gestión, suele ser indiferente a las protestas populares, porque asumió que es mejor no escuchar las quejas, ya que la transformación impuesta tiene altos costos sociales. Ante el apagón reaccionó con esa lógica y siguió como si nada pasara. En plena oscuridad, otorgó un aumento de tarifas a la misma empresa que ya había iniciado esta fatídica semana. Recién al cuarto día de la catástrofe tomó nota de la agitación pública. La conmoción, por supuesto, tuvo epicentro en los tremendos perjuicios de las víctimas, torturados además por reiteradas promesas incumplidas de reconexión, pero no se quedó ahí.
El sismo popular puede golpear sobre las bases mismas del castillo que levantó el menemismo como su obra más formidable, el desguace del Estado, y derribarlo de un envión. A veces situaciones inesperadas, hasta mínimas comparadas con otras tragedias, levantan olas de indignación que los cortesanos de palacio jamás hubieran imaginado. El director del prestigioso matutino italiano Repubblica, Eugenio Scalfari, comentaba esta semana un episodio de ese tipo: “Parece increíble, pero la opinión pública vive con pasión algunas cuestiones que los políticos consideran marginales o acotadas. Bastó una frase infeliz escrita en una sentencia del tribunal –la frase sobre el estupro y el uso femenino de jeans– para movilizar todo el universo de mujeres con una velocidad y solidez que no se veían desde hace muchos años”.
Aquí, los directivos de la concesionaria, los gobernantes y muchos políticos tal vez creyeron que la desgracia de sesenta mil hogares, sobre un total de dos millones de clientes de Edesur, era un episodio menor o fugaz. Para el presidente Carlos Menem el negocio del fútbol, un asunto privado, tuvo prioridad y también se movilizó a Santo Tomé, devastada por una tormenta, pero no pudo recorrer un par de kilómetros para llevar consuelo, si no tenía nada mejor para ofrecer, a los rehenes del monopolio eléctrico. Cuando empezó a reaccionar ya la mayoría popular, con o sin luz, hervía de bronca, abrumada por la sensación de desamparo y de inseguridad. Cada familia tuvo que pensar a qué autoridad podría acudir en busca de auxilio ante una situación semejante y la respuesta fue desoladora: a ninguna. Después algunos líderes se preguntan por qué es tan bajo el nivel de confianza en las instituciones públicas.
Tampoco la oposición, que gobierna la ciudad, se movió con la rapidez y diligencia que demandaba el desastre. Esperó casi tanto tiempo como el gobierno nacional, presentando la imagen de burócratas preocupados por la jurisdicción de la tragedia o especuladores de opinión que buscaban réditos electorales en la ineficacia de los demás, Gobierno y concesionaria, sin advertir que primero estaban los afectados. Era cuestión de simple solidaridad humana. Había evidencia suficiente para disponer la emergencia y movilizar los recursos propios, y los de toda la sociedad, en respaldo de la gente en apuros.
Igual que en otras tragedias, las burocracias son insuficientes. Esta vez, también, junto con voluntarios movilizados, podrían haber distribuido agua, ayudar a los ancianos y los débiles en los trajines diarios, trasladar a frigoríficos privados las mercaderías perecederas de los comercios, montar comedores populares, centros de atención infantil y todo lo que la moral solidaria puede imaginar en estas circunstancias. “Aunque sea que vengan a acompañarnos”, razonaba una vecina el jueves ante los cronistas, recordando con ira a ejecutivos y legisladores.
Pudo ser una épica de confraternidad vecinal en lugar de un sofocón burocrático. ¿No era una oportunidad para devolverle sentido a la política? Al menos, para demostrar que el Estado democrático, sin hiperpresidencialismo, cumple la obligación principal de atender a las familias necesitadas y proteger a los menores y las figuras más débiles. Hubiera sido la mejor campaña electoral de la historia democrática, en lugar de esas repetidas, fatigosas y aburridas rondas de candidatos que hablan sin parar entre ellos o en refrigerados estudios de televisión. Al final, son como Edesur: fabrican oscuridades.
Cuando se defrauda la ilusión popular, más tarde o más temprano los costos son implacables. Si alguien olvidó esa máxima, acaba de refrescarla la renuncia de Raúl Alfonsín a todos los cargos en la UCR y en la Alianza. El ex presidente justificó su retiro en una campaña dirigida contra su persona que terminaría lesionando a la coalición. Político astuto, comprendió que su presencia en la vitrina de la oposición era un flanco abierto a la crítica frontal de sus adversarios, empezando por el presidente Menem. Claro, si esa campaña tiene alguna eficacia no se debe tanto a la habilidad de sus promotores como al recuerdo decepcionado de la opinión pública por los resultados económicos de la primera administración democrática del último cuarto de siglo. Una lección para todos.
Los políticos, algunos por convicción y otros por demagogia, han salido a pedir la cabeza de Edesur, al ritmo violento de la legítima ira de los usuarios agraviados. Aunque sólo fuera por impericia, la empresa merece las penas máximas de la ley, hasta perder la concesión si fuera necesario. Es cierto, también, que le ha tocado ser el emergente de un problema más ancho y más profundo. La oposición promete, para el futuro, la revisión de los contratos de concesión, pero eso también es sólo una parte del problema. Con la misma impaciencia que reclaman ahora el fin del apagón, las autoridades ejecutivas y legislativas deberían cumplir con el artículo 42 de la Constitución nacional, que fija los derechos y garantías de “los consumidores y usuarios de bienes y servicios”, entre otros la necesaria participación en los organismos de control, por ejemplo en el ENRE (Ente Nacional Regulador de Energía). Además de preparar abogados y expertos para futuras revisiones, sería bueno que ayuden a organizar las asociaciones de consumidores en todo el país.
Asimismo, aparece como un compromiso con la nación la tarea de reconstituir el rol del Estado, de aquí en adelante, para que actúe con eficacia en la prevención de abusos y reparación de injusticias o desigualdades flagrantes. El fetichismo del mercado sin Estado es mafia. Cada vez más, las necesidades populares reclaman el empate del concepto de decencia política con el universo jurídico, porque no puede existir una moral pública al margen de la ley, y viceversa. De lo contrario, cambiarán los concesionarios y hasta las autoridades, pero nada habrá cambiado de verdad. Hace más de dos siglos, Diderot escribió en el primer volumen de la Enciclopedia: “El gobierno no es un bien particular sino un bien público”. Ya es tiempo de hacerle caso.

 

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