La
intención de producir un retorno a la costumbre de ir al cine en familia un hábito
que, a un costo de 7 pesos la entrada, va convirtiéndose en rareza sustenta el
ciclo Cine en las plazas, que este verano llenó una y otra vez los espacios públicos de
una gente tan ávida de cultura como la que convoca su hermano mayor, dentro de Buenos
Aires Vivo 3, el ciclo de recitales en Puerto Madero. El programa traslada una pantalla de
5 x 7 metros a los barrios porteños, transformando a sus plazas en salas abiertas de
cine, una propuesta que se transforma en casi un ejercicio lúdicro para los que se
prenden.
La idea, que comenzó el año pasado a manera de prueba piloto, ya llevó funciones a
Mataderos, Parque Lezama, Floresta, Lugano y Recoleta, y continuará mañana desde las
20.30 con dos películas de realizadores argentinos. Son Un crisantemo estalla en
cincoesquinas, de Daniel Burman, que se exhibirá en la Plaza Palermo Viejo, y Buenos
Aires me mata, de Beda Docampo Feijoó, a proyectarse en la Plaza Arenales de Villa
Devoto. Durante el mes de marzo, en tanto, se proyecta montar un autocine en el escenario
utilizado para los recitales de Costanera Sur, según fuentes del gobierno porteño. Todo
esto, si la lluvia y los célebres cortes de electricidad lo permiten, claro.
La intención es recuperar los espacios públicos de la ciudad, y creemos que éste
es un recurso original para que la gente los use, explica Alejandro Gómez, uno de
los organizadores del evento. Dentro del Buenos Aires Vivo se realizan varias
actividades en paralelo, a pesar de que lo que más se conoce son los recitales. Nos
pareció importante crear este espacio porque puede ser llevado a los barrios, y llegar a
mucha gente que de otra manera no tendría acceso a este tipo de cosas.
El domingo pasado se proyectó El jorobado de Nôtre Dame en la Plaza San Martín de
Tours, en el barrio de Recoleta. Cerca de mil personas, en absoluto silencio durante casi
dos horas, le dieron a la plaza un aspecto poco habitual. Gente de todas las edades se
acercó a la paqueta zona de la ciudad, dispuesta a pasar un domingo diferente. Preparados
con lonas, almohadones o sillas plegables, apoyados en los árboles o en los autos
estacionados o directamente sobre el césped, siguieron con atención la versión
cinematográfica de la novela de Víctor Hugo, en la que se narra la imposible historia de
amor entre la gitana Salma Hayek y Quasimodo. El buen tiempo y las simpáticas señoritas
que esparcían repelente de mosquito sobre los brazos que lo pidieran ayudaron a hacer
más llevadera la estancia en el lugar.
Vinimos desde Flores y Villa Urquiza contó Yolanda, de 59 años, así
que nos trajimos preparadas las lonas y algo para picar, porque así te entretenés
más. Algo que ya advirtieron quienes diseñan los nuevos mega cines de los
shoppings: a la gente le gusta comer mientras mira la película. Cuando la función es en
medio de una plaza, al clásico pochoclo se suman los tapers con torta, sandwiches y
facturas. La película me gustó, pero me pareció medio fuerte, reflexionó
hacia el final Matías, de 9 años. Quizás estaba comparando lo que acababa de ver con lo
que pensaba que iba a ver, la versión más lavada del jorobadito de Walt Disney, que
ahora se convertirá en elección obligada en el videoclub.
El suceso de los críticos
Largas colas frente a las ventanillas, entradas agotadas en casi todas las
funciones, un permanente hormigueo de gente en el hall del teatro y hasta algunos
espectadores sentados en el piso fueron las constantes del ciclo Semana de la
crítica, que se llevó a cabo, desde el miércoles 10 de febrero y hasta el jueves
18, en la sala Leopoldo Lugones del Teatro San Martín. Organizado por la representación
local de la Fipresci (la sociedad que agrupa a los críticos cinematográficos del mundo
entero) y Cinemateca Argentina, el ciclo presentó en total ocho films inéditos en la
Argentina, de los más diversos orígenes y estéticas, pero con algo en común: su alto
nivel de calidad y su resistencia al modelo hollywoodense. Así, pudieron verse a lo largo
de una semana algunos films de próximo estreno, como La delgada línea roja (regreso al
cine del estadounidense Terrence Malick tras dos décadas de retiro), la brasileña
Estación central (candidata al Oscar a Mejor Film Extranjero) y Aprile, la última del
italiano Nanni Moretti. También se exhibieron Hana Bi, del notable cineasta japonés
Takeshi Kitano, Pi (ganadora de la edición 1998 del Festival de Sundance), Conozco la
canción (sorprendente comedia musical del francés Alain Resnais) y dos films con acento
argentino: Invierno mala vida (dirigida por el crédito local Gregorio Cramer) y Hotel
Room, codirigida por el catalán Cesc Gay y el porteño Daniel Gimelberg. La mayoría de
los films resultaron coronados por vítores y aplausos, y las cifras proporcionadas por
los responsables del teatro confirman el suceso de público: unas 7000 personas en total.
Bastante más que lo reunido, en el mismo período, por buena parte de los films en cartel
en salas convencionales. |
JONAS Y LA BALLENA ROSADA, DE JUAN
CARLOS VALDIVIA
Latinoamérica, pero for export
Por H. B.
En 1995, el realizador
boliviano Marcos Loayza presentó Cuestión de fe, un film que sin la menor
pretensión alegórica, sin ningún subrayado, sin paternalismos permitía leer,
entre líneas, más de un dato clave sobre la realidad de su país. Desde la religiosidad
popular hasta la picardía como forma de sobrevivencia, desde la fuga por el alcohol hasta
el valor de la solidaridad. El mismo año, su compatriota Juan Carlos Valdivia
formado como cineasta en Estados Unidos estrenó Jonás y la ballena rosada,
cuyo guión fue premiado por la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano que preside
Gabriel García Márquez, y que ahora se estrena en la Argentina.
El enfoque de Valdivia no podía ser más opuesto al de Loayza. A diferencia de Cuestión
de fe, aquí se parte de una visión de conjunto sobre la sociedad boliviana, a la que se
intenta metaforizar, sin ahorrar esquematismos. Como en una Dallas latinoamericana,
Valdivia hace eje en una familia de ricachones de Santa Cruz de la Sierra, cuyo
autoritario patriarca sufre de delirios faraónicos. Esto, dicho en sentido literal, ya
que el hombre empresario de pompas fúnebres sueña con construir una
gigantesca pirámide-mausoleo, su gran legado a la posteridad. El Jonás del
título, héroe de la película, es su yerno, un humilde maestro de escuela y fotógrafo
aficionado que se adivina progresista, pero también un sujeto fácilmente manejable.
Tanto como para dejarse seducir por su cuñadita presa de gataflorismo grave y
terminar como monigote de los narcos. Valdivia juega la carta de la farsa, caricaturizando
a sus estereotípicos personajes y entreteniéndose largamente con adornos varios, como
ciertos reiterados contraluces y unas persistentes goteras, que derivarán, sobre el
final, en una inundación más que simbólica.
El realizador intenta hacer congeniar este esteticismo fotográfico con las inevitables
alusiones a la realidad social y política del continente (manifestaciones, huelgas y
pintadas en las paredes; amigos presidenciales, narcos y tortura policial). E incrusta, en
medio de todo esto, una historia de amor cuya factibilidad el propio guión desdice. El
resultado se parece demasiado a un producto de exportación, diseñado a la medida de lo
que el público medio de los países civilizados se supone espera de algo
venido de Latinoamérica. Ese territorio bananero y colorido, lleno de dunas, monos y
faraones.
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