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Ultimos tiempos

Por Eduardo Galeano

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Seguridad ciudadana
Si no fuera por las muchas ropas que lleva puestas, doña Gertrudis no haría sombra en el suelo; y los vientos del invierno la volarían por los aires. Pero ella camina por las calles de Montevideo, encorvada como un signo de interrogación, y solita se las arregla para hacer sus cosas y seguir viviendo.
Un día de éstos, cuando fue a cobrar su jubilación, sufrió un contratiempo. Tiempo de destiempos, el peligro acecha en cada esquina: doña Gertrudis no anda desarmada. Ella lleva, siempre, una tijera escondida en la cartera.
Iba sentada en el ómnibus. Miró la hora: le faltaba el reloj. Sin vacilar, clavó la tijera en la barriga del joven sinvergüenza que iba sentado a su lado:
–El reloj –dijo doña Gertrudis.
El muchacho tartamudeó:
–¿Cómo dice, señora?
–El reloj –exigió ella, y la tijera pinchó.
El muchacho le dejó el reloj y de un salto se bajó del ómnibus.
Con el reloj apretado en el puño, y el corazón alborotado, doña Gertrudis llegó a su casa. Se hundió en el único sillón, y hablando sola se quedó un buen rato sentada, qué se habrán creído, que se van a abusar porque una es vieja.
Cuando abrió la mano, vio que aquel reloj era un reloj de hombre. Se levantó, buscó. El reloj suyo estaba en la repisa.

Bailares
Manuela Godoy no había recibido convite, pero fue llamada por las guitarras y vino de lejos. Enrique Castañares cumplía años, y había fiesta.
Manuela no era de arrimarse. Ella no se daba con nadie: sin nadie, para nadie, había vivido y bebido sus años, nadie sabía cuántos, siempre encerrada en su ranchito de las afueras del pueblo de Robles. Se sabía que era tan pobre que ni pulgas tenía; se decía que dormía abrazada a una botella.
Pero aquella noche, la noche de la fiesta, Manuela anduvo dando vueltas alrededor de la casa de los Castañares, curioseando por las ventanas, hasta que le ofrecieron entrar y se sumó al bailongo.
Bailó sin parar, hasta cansarlos a todos, y se tomó todo el vino.
Fue la última en irse. Le envolvieron unas tiras de asado y unas cuantas empanadas. Se marchó con esa carga a la espalda. Haciendo eses se metió en el maizal, azotada por los altos tallos, y desapareció.
Emergió poco después, mientras amanecía. Cuando Enrique, el cumpleañero, abrió la puerta, ella estaba allí, esperando:
–¿Qué se le ha perdido, doña Manuela?
Ella negó con la cabeza. Entre sus manos, como un cáliz, resplandecía un zapallito. Era el primer zapallito de su cosecha particular. Manuela alzó las manos en ofrenda:
–Es todo suyo –dijo.

El exilio
Fue rey en febrero, en muchos febreros fue rey. El rey Traimán, también llamado Sopita y Marqués de las Cabriolas, gobernaba el Carnaval. Gorra emplumada, atavíos de seda: allá en lo alto de su trono de luces, alzado sobre el trueno de los tambores y la algarabía del gentío, él no hablaba, ni sonreía. El monarca mandaba, con imperturbable gravedad, moviendo apenas el cetro, y su poder duraba mientras duraba la fiesta. Pero moría el Carnaval, y Traimán continuaba ejerciendo la monarquía. El tenía cara de rey triste, desde que había nacido. En aquella cara de siempre, obra de alfarería indígena, nada se movía: una eterna mueca de desdén le había subido las cejas, le había bajado los párpados y le había cerrado la boca. Sus labios sólo se abrían para decir lo imprescindible:
–Yo soy el rey de la Araucaria.
Sin palabras, quitándose el sombrero hongo, agradecía las monedas que muy de vez en cuando contribuían a la causa del reino perdido; y sin palabras vendía caramelos en los tranvías de la ciudad.
Traimán había llegado a Montevideo, perseguido por los usurpadores blancos, hacía muchos años. En algún lugar secreto guardaba, según se decía, los pergaminos que daban fe de su autoridad sobre las tierras, las lejanas tierras del sur, donde había nacido.
El esmirriado monarca comía salteado, pero andaba enredado en complicadas gestiones diplomáticas, que emprendía en nombre de sus súbditos. Los reyes europeos no le contestaban, porque estaban atareados en sus guerras.
Al fin de la Segunda Guerra Mundial, mientras esperaba noticias, Traimán murió, tuberculoso, en un hospital público. Fue enterrado con su levita raída y con todas las medallas que le colgaban del pecho.

Maternidad
Elena, la madre del Coco Cano, yacía en una cama de hospital, y no iba a salir viva de allí. Sentado a su lado, el hijo le estaba acompañando, en silencio, las últimas horas. Hacía medio siglo que se conocían, se sabían todas las manías y las mañas, y no era fácil decir adiós.
Entró una enfermera, formulario en mano. La enfermera venía a cumplir con una obligación burocrática:
–En caso de que... ¿desea la señora donar sus órganos?
Elena se rió:
–¿A mis años?
Pero pensó un ratito:
–Todos los órganos, no –dijo–. Voy a donar dos.
–¿Cuáles?
–Los ojos.
Y al pie del formulario, con mano tembleque, firmó.
Entonces clavó sobre su hijo los bellos ojos celestes que iban a sobrevivirla, y le advirtió:
–Para que no andes haciendo bandideces por ahí.
Pero, después, pensó el asunto: con dejar los ojos no resolvía la desconfianza. Así que se levantó de la cama y, contra todo pronóstico, se quedó en el mundo viva y coleando.

Los árboles
Era silencioso el abuelo de José Saramago: Jerónimo, hombre de la tierra portuguesa, no tenía letras, pero era sabido; y callaba lo que sabía.
Cuando el abuelo Jerónimo se enfermó, calladamente supo que había llegado la hora del adiós. Entonces, caminó por su huerto, deteniéndose de árbol en árbol, y los abrazó, uno por uno: abrazó la higuera, el laurel, el granado y los tres o cuatro olivos. El los abrazó, y fue por ellos abrazado.
En el camino, un automóvil esperaba. El automóvil se lo llevó hacia Lisboa, hacia la muerte.

El mandato
Desde la muerte de su tía, Nicolasa cocinaba poco. Llamada por otros trajines, pasaba sus días lejos del fogón.
Al pie de ese fogón, Nicolasa había aprendido a caminar y a cocinar. Ella conocía los secretos de la tía, los manjares que nacían de su mano por herencia o invención: la tía rellenaba los chiles poblanos con flores de calabaza y con misterios; sabía dar alegría a las quesadillas, porque el maíz y el queso se llevan bien, pero juntos se aburren; y en sus platos celebraba asombrosos matrimonios de sabores y picores que nunca antes habían tenido el gusto de encontrarse.
Al tiempito de morir la tía, llegaron quejas del cementerio. Los difuntos no podían dormir, por el ruido que metía ese ataúd.
El ataúd fue desenterrado, y fue abierto. La sobrina descubrió un papel, estrujado en puño de la difunta. y leyó: “Yo no descansaré en paz, hasta que se cocinen mis recetas”.
Nicolasa no tuvo más remedio que fundar una cantina, en algún lugar de la ciudad de México.

Gente en obra
Que en paz descanse, dicen los vivos, pero en México los muertos trabajan día y noche desde hace miles de años.
Como las hojas del árbol, que al caer fecundan el suelo, los muertos generan manantiales y florestas, desde el fondo de la tierra, y desde el fondo del cielo arrojan las lluvias y desatan los vientos. Y como si todo este trajín fuera cosa de nada, después, en horario nocturno, son los muertos quienes se ocupan de recoger el sol, en cada crepúsculo, y a lo largo de la oscura región de las profundidades, llevan el sol a cuestas, de un horizonte al otro, hacia la orilla oriental del cielo.

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