Historia eterna, ésta. Puede que alguien justifique la estampa
por lo que la estampa vale, o que justifique el hecho basándose en pretextos y
circunstancias de don José Ortega y Gasset, o mediáticos más actuales, o inserte en un
mapa explicaciones climáticas por insuficiencias geográficas, en fin, todo vale. Incluso
la utilización de componentes musicales que hablen o comenten hechos semejantes; y hasta
que los alaben. Que no es otra cosa lo que hacen los programas televisivos cuando lavan
siniestros personajes presentándolos al mismo nivel que la inocente y sufrida gente que
todos los días sale a ganar su pancito con la decencia y el sudor de sus axilas. Ni
hablar de la Biblia, libro sanatero si los hay. Viene bien a unos y viene bien a otros. Y
todos viven de él. Santamente. No es arbitraria la relación con el hecho sucedido en
barrio cercano. Lo concreto es que la Biblia no siempre fue utilizada con los fines
originales. Y vaya si lo sabía don José (el del barrio cercano, no el santo bíblico).
Seguramente la historia es repetida y pueda encontrársele paralelos con otras sucedidas
en distintas épocas, pero la que nos trae a cuento sin duda tiene su repercusión
singular dado que el sustantivo no fue hombre común, sí materia noble.
El barrio no era de emergencia. No. Nada de influencias nefastas que pudieran escudar los
objetivos fundamentales y claros del hecho. Tampoco puede argüirse el nivel cultural, ni
la militancia de los vecinos, ni la presencia del sauna de la otra cuadra. Esto lo aclaró
bien el intendentucho (se rumorea que el sauna le pertenece en connivencia con el primer
comisario) cuando en el acto rindió los homenajes correspondientes con un cascajo de voz
semiquebrada, diciendo:
¿Quién de ustedes puede arrojar la primera piedra?...
Y marcó una pausa, como para darles tiempo a los presentes a que notaran el conocimiento
que tenía del libraco y también para que cada uno reflexionara si la pregunta le
convenía o no. La neutralidad de los rostros empujó al intendentucho a seguir, florido:
¿Quién puede afirmar que una película dio el mal ejemplo para que nuestro querido
pasara lo que pasó?... ¿Quién puede suponer que una revistita de esas que hoy se
multiplican en los kioscos como los panes bíblicos pudo haber influido para que se diera
lo que se dio?... ¿Quién puede sospechar que algún programa de televisión, saben a
qué me refiero, pudo entremeterse en el pensamiento de nuestro aliado para que cometiera
su destino? ¿Quién puede insinuar siquiera la potencia de la publicidad como detonante
del comportamiento que nos convoca?...
Los azorados presentes, más allá del compromiso, de la obligatoriedad por la que habían
concurrido, estaban atónitos ante el desplante de interrogaciones del intendentucho, que
redondeó y dejó a todos con la boca en O mayúscula:
¡Porque yo lo digo y afirmo y reitero y contrarreitero! ¿Qué mala influencia ya
sea en revistas, en cine, en televisión convenció a Caín para que matara a Abel con la
limpia quijada de un burro, eh, quién, os pregunto?...
Sólo se escuchó el zumbido de tres moscas. El intendentucho tradujo el silencio en
aprobación y, por lo tanto, finalizó:
He dicho.
Los aplausos reventaron el lugar. Gritos, pitos, matracas, trompetas y bombos consiguieron
que las lágrimas saltaran de los ojos del intendentucho. Este, obligado por las
circunstancias y creído en su obligación, levantó los brazos manteniendo la cabeza
gacha, en señal degran emoción. Cuando el gentío acató, el intendentucho catequizó,
con un temblor en los párpados:
Pasemos ahora al santo oficio, el homenaje tan querido, mis amigos. Descubramos con
respeto y orgullo el instrumento determinante que, no por histórico, es menos eficiente.
Tiró de la piolita y cayó la tela del juicio. Ante los ojos de la muchedumbre apareció
un palo de amasar.
¡¡¡AAAhhh!!!...
Clamaron todos ante la presencia vertical y serena del versátil implemento. Y que conste,
no era escultura muerta ni viva animación virtual, era un auténtico palo de amasar, de
los grandes, algo amarillo de viejo, pero aún en posesión de sus virtudes por las
adherencias que le habían quedado pegadas, no sólo las clásicas y blancas líneas
naturales de la harina sino también las manchas rojas de la sangre derramada
perteneciente a la cabeza del susodicho Don José del inicio que ilusoriamente había
tenido intenciones de quebrar en sana competencia, el esforzado negocio de la tan
requerida droga barrial. Hubo sanguchitos salados y masitas, muy bien salpicadas con cocas
diversas y tintos y blancos pertenecientes a los viñedos del intendentucho. Finalmente
repartieron escarapelas y con la bandera en alto salieron en manifestación y cantaron el
himno nacional hasta encumbradísimas horas de la madrugada.
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