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El acto
Por Enrique Medina

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t.gif (862 bytes) Historia eterna, ésta. Puede que alguien justifique la estampa por lo que la estampa vale, o que justifique el hecho basándose en pretextos y circunstancias de don José Ortega y Gasset, o mediáticos más actuales, o inserte en un mapa explicaciones climáticas por insuficiencias geográficas, en fin, todo vale. Incluso la utilización de componentes musicales que hablen o comenten hechos semejantes; y hasta que los alaben. Que no es otra cosa lo que hacen los programas televisivos cuando lavan siniestros personajes presentándolos al mismo nivel que la inocente y sufrida gente que todos los días sale a ganar su pancito con la decencia y el sudor de sus axilas. Ni hablar de la Biblia, libro sanatero si los hay. Viene bien a unos y viene bien a otros. Y todos viven de él. Santamente. No es arbitraria la relación con el hecho sucedido en barrio cercano. Lo concreto es que la Biblia no siempre fue utilizada con los fines originales. Y vaya si lo sabía don José (el del barrio cercano, no el santo bíblico). Seguramente la historia es repetida y pueda encontrársele paralelos con otras sucedidas en distintas épocas, pero la que nos trae a cuento sin duda tiene su repercusión singular dado que el sustantivo no fue hombre común, sí materia noble.
El barrio no era de emergencia. No. Nada de influencias nefastas que pudieran escudar los objetivos fundamentales y claros del hecho. Tampoco puede argüirse el nivel cultural, ni la militancia de los vecinos, ni la presencia del sauna de la otra cuadra. Esto lo aclaró bien el intendentucho (se rumorea que el sauna le pertenece en connivencia con el primer comisario) cuando en el acto rindió los homenajes correspondientes con un cascajo de voz semiquebrada, diciendo:
–¿Quién de ustedes puede arrojar la primera piedra?...
Y marcó una pausa, como para darles tiempo a los presentes a que notaran el conocimiento que tenía del libraco y también para que cada uno reflexionara si la pregunta le convenía o no. La neutralidad de los rostros empujó al intendentucho a seguir, florido:
–¿Quién puede afirmar que una película dio el mal ejemplo para que nuestro querido pasara lo que pasó?... ¿Quién puede suponer que una revistita de esas que hoy se multiplican en los kioscos como los panes bíblicos pudo haber influido para que se diera lo que se dio?... ¿Quién puede sospechar que algún programa de televisión, saben a qué me refiero, pudo entremeterse en el pensamiento de nuestro aliado para que cometiera su destino? ¿Quién puede insinuar siquiera la potencia de la publicidad como detonante del comportamiento que nos convoca?...
Los azorados presentes, más allá del compromiso, de la obligatoriedad por la que habían concurrido, estaban atónitos ante el desplante de interrogaciones del intendentucho, que redondeó y dejó a todos con la boca en O mayúscula:
–¡Porque yo lo digo y afirmo y reitero y contrarreitero! ¿Qué mala influencia ya sea en revistas, en cine, en televisión convenció a Caín para que matara a Abel con la limpia quijada de un burro, eh, quién, os pregunto?...
Sólo se escuchó el zumbido de tres moscas. El intendentucho tradujo el silencio en aprobación y, por lo tanto, finalizó:
–He dicho.
Los aplausos reventaron el lugar. Gritos, pitos, matracas, trompetas y bombos consiguieron que las lágrimas saltaran de los ojos del intendentucho. Este, obligado por las circunstancias y creído en su obligación, levantó los brazos manteniendo la cabeza gacha, en señal degran emoción. Cuando el gentío acató, el intendentucho catequizó, con un temblor en los párpados:
–Pasemos ahora al santo oficio, el homenaje tan querido, mis amigos. Descubramos con respeto y orgullo el instrumento determinante que, no por histórico, es menos eficiente.
Tiró de la piolita y cayó la tela del juicio. Ante los ojos de la muchedumbre apareció un palo de amasar.
–¡¡¡AAAhhh!!!...
Clamaron todos ante la presencia vertical y serena del versátil implemento. Y que conste, no era escultura muerta ni viva animación virtual, era un auténtico palo de amasar, de los grandes, algo amarillo de viejo, pero aún en posesión de sus virtudes por las adherencias que le habían quedado pegadas, no sólo las clásicas y blancas líneas naturales de la harina sino también las manchas rojas de la sangre derramada perteneciente a la cabeza del susodicho Don José del inicio que ilusoriamente había tenido intenciones de quebrar en sana competencia, el esforzado negocio de la tan requerida droga barrial. Hubo sanguchitos salados y masitas, muy bien salpicadas con cocas diversas y tintos y blancos pertenecientes a los viñedos del intendentucho. Finalmente repartieron escarapelas y con la bandera en alto salieron en manifestación y cantaron el himno nacional hasta encumbradísimas horas de la madrugada.

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