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OPINION
Valores sencillos
Por J. M. Pasquini Durán

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Si alguna encuestadora sondea hoy la intención de voto de los porteños, después de diez días de apagón y agobiantes jornadas de calor, con miles de hogares sin luz, sin agua, sin tele y además millones sin fútbol, vaya a saber qué resultados obtendría. Cuando las pasiones insatisfechas andan buscando un destinatario para el desahogo, sería imprudente vaticinar una tendencia político-electoral. La oposición, por supuesto, endilga la máxima culpa a los negligentes controles de la gestión menemista, pero el Gobierno, a la defensiva, descubre que los entes reguladores funcionan mal y tarde, pero éstos acusan a la impericia de la empresa Edesur, que a su vez descarga sobre el proveedor Pirelli, que a su turno se remite a los resultados futuros de los peritajes en curso, mientras los peritos que acompañan a la jueza Servini de Cubría, movilizada por la conciencia siempre alerta del abogado Ricardo Monner Sanz, no extraen muestras del lugar del siniestro, sino que las reciben en un paquete preparado por la concesionaria en cuestión y otros expertos universitarios asumen que hubo ausencia de medidas de prevención en el servicio. “¿Yo, señor? No, señor. ¿Pues entonces quién lo tiene?”.
Tal vez sea prematuro evaluar el daño político ocasionado por la terrible deficiencia de Edesur, aunque es palpable en el ánimo general, no sólo en la lógica exaltación de los perjudicados directos, un fuerte desánimo por los resultados de las privatizaciones de los servicios públicos. Si la Asamblea del año XIII abolió la esclavitud, las empresas concesionarias la reestablecieron, denominando clientes o usuarios a los siervos de este fin de siglo, se quejaba uno de ellos en carta a su diario favorito. Otras opiniones más cautas, o temerosas de traspasar los límites de lo “políticamente correcto”, prefieren aclarar que están desalentadas por las privatizaciones tal como las realizó el gobierno de Carlos Menem, dando por supuesto que hay otras maneras mejores.
Aunque aquí estas conclusiones fueron provocadas por desastres repentinos, hubieran llegado igual, a juzgar por lo que pasa en otros lugares del mundo donde se aplicó o se quiere aplicar la misma receta. En un extenso informe publicado, antes del apagón argentino, en El País (“La corrupción devora Rusia”), el autor comenta: “Las privatizaciones y la corrupción infinita que las acompañó dejaron en manos de antiguos directores y miembros de la nomenklatura comunista el control de grandes empresas, permitieron la aparición de imperios económicos convertidos en grupos de presión política capaces de reelegir a un Yeltsin enfermo e impopular o de mantener, derribar o nombrar gobiernos ineficaces pero que defendían sus intereses”. En el informe consta que la economía mafiosa representa el 40 por ciento del producto bruto interno de Rusia y que los clanes, con más de 80 mil miembros, controlan 40 mil “sujetos económicos”, incluyendo 1500 empresas estatales, 500 mixtas, 550 bancos y 700 mercados minoristas y al por mayor. “En la antigua capital zarista, cuna de la revolución bolchevique, numerosas propiedades pasaron a manos privadas por una centésima parte de su valor.”
Y sigue: “El proceso de privatización, considerado por algunos analistas como un auténtico saqueo de Rusia y como clave de la profunda crisis en la que ahora se encuentra el país, se ha cobrado pocas víctimas, sobre todo entre quienes se han mantenido fieles al poder: apenas un par de ex ministros procesados, algunos altos funcionarios destituidos y sólo un auténtico peso pesado, Anatoli Chubais, que perdió en dos ocasiones su posición como vicejefe de gobierno, pero que sigue ocupando un puesto clave: el de presidente del monopolio eléctrico”. La corrupción no dejó nada sin contaminar, desde el ejército hasta los clubes deportivos. ¡Qué notable!, ¿verdad?, tan lejanos, tan distintos y, al mismo tiempo, tantas semejanzas.
Más cerca, en México, la atención pública estuvo concentrada en las últimas semanas alrededor de la propuesta de privatizar el sectoreléctrico. El escritor Héctor Aguilar Camín, que en su momento estuvo muy cerca del presidente Carlos Salinas de Gortari, explicaba el lunes pasado, a propósito de la discusión, esto: “El alto costo público de las privatizaciones emprendidas en México responde en gran medida a que fueron hechas por un Estado que no estableció regulaciones fuertes y transparentes”. En apoyo de la misma reflexión, otro columnista del diario La Jornada, Luis Hernández Navarro, confirmó: “Nadie puede afirmar que la privatización de las carreteras o de la banca haya sido exitosa, ni que proporcionaron mejores servicios ni más baratos. Sí provocó, al igual que otras privatizaciones, una mayor concentración de la riqueza”.
Hablando de la estrategia gubernamental, Víctor Rodríguez Padilla, responsable del posgrado en Energía de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), la resumió así: “Las autoridades le han apostado al miedo, el temor. Para crear un clima de urgencia, amplifican necesidades, compactan tiempos [...]. Prometen beneficios más allá de lo que razonablemente están seguros de conseguir con el modelo que proponen. Sus argumentos se basan más en juicio de valor que en cifras. Toman sus deseos por realidades”. Para hacerla corta, volviendo a Aguilar Camín: “La vía de achicar el Estado patrimonialista, privatizar empresas públicas ineficientes, abrir la economía a la inversión extranjera y las fronteras al comercio mundial vive hoy una crisis de credibilidad política y moral”.
Regresar el tiempo es imposible, pero sobre todo inútil. No se trata de perder tiempo haciendo comparaciones para saber si fue mejor o peor; simplemente ya fue. Como están dejando de ser, aquí y en el mundo, el “pensamiento único” del neoliberalismo y la teología del mercado. No hay recetas útiles ni caminos trillados, apenas el esbozo de algunos senderos posibles. Hay que elegir nuevos rumbos y para eso hay que escapar de la retórica como de los callejones sin salida. Al hidalgo manchego lo enajenaron relatos de caballería con frases como ésta: “La razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la vuestra fermosura”.
No se trata de quijotadas ni de enmarañarse en palabrería a la moda. No hay mejor gobernabilidad que el buen gobierno y el mejor gobierno es el que atiende al bien común. Hay que dejarse llevar por las palabras y los valores sencillos: en los servicios públicos el derecho y el interés predominante son los del usuario, que deben ser defendidos por sus propias organizaciones, por los representantes electos, por la legislación vigente y por el Estado. Toda esa fuerza reunida puede compensar la presión de las corporaciones concesionarias que atienden el mínimo costo y la máxima rentabilidad como norma suprema, sin medir las consecuencias públicas. El patrimonialismo privado como dogma es tan nocivo como el Estado patrimonialista que hartó al ciudadano.

 

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