Por Luciano Monteagudo
Las imágenes de un
paisaje paradisíaco con que se abre La delgada línea roja, de un mundo virgen que
todavía no conoce el avance inclemente de la civilización, hablan, ya desde el comienzo,
de la eterna lucha que parece habitar en el corazón de la naturaleza. Un inmenso
cocodrilo, que se interna ominosamente en las aguas de un pantano, le sirve al director
Terrence Malick para insinuar la preocupación que funcionará como el primer motor de las
casi tres horas de su película. ¿La armonía del universo lleva también en sí misma,
como una condena, la violencia inherente a la supervivencia? ¿La guerra forma parte del
núcleo de la naturaleza? ¿La naturaleza está en guerra permanente consigo misma?
Lo primero que llama la atención de La delgada línea roja es su construcción, la
estructura con que Malick les dio forma a cientos de horas de material filmado, la
mayoría de las cuales quedaron en el piso de la sala de montaje, como si todo su film
algo insólito en el cine de Hollywood de hoy hubiera sido concebido, antes
que nada, como una herramienta de conocimiento. Esa construcción tiene la forma de un
inmenso signo de pregunta, como si la película toda se interrogara una y otra vez
desde la imagen, pero también en voz alta, a partir de una serie de monólogos
interiores de sus distintos personajes por aquello que yace en el centro de su tema,
el significado de la guerra, más allá de la circunstancia de un hecho bélico en
particular.
De ahí que el tratamiento de un episodio crucial de la batalla de Guadalcanal sea para
Malick casi motivo de abstracción. La naturaleza desencadenada que muestra La delgada
línea roja puede ser tanto la de las islas del Pacífico que sirvieron de teatro de
operaciones a los tramos finales de la Segunda Guerra Mundial como la que después
volvieron a enfrentar los soldados norteamericanos en Vietnam. En este sentido, el film de
Malick está mucho más cerca, por ejemplo, de Apocalypse Now! que de Rescatando al
soldado Ryan. Con el film de Coppola, La delgada... comparte la perplejidad esencial de
sus soldados frente a una realidad que les es ajena y también frente a un enemigo casi
invisible, con el campo de batalla convertido en un espacio mítico, ubicado más allá de
la historia y el tiempo. Del film de Spielberg, a The Thin Red Line lo separa no sólo su
negación del patriotismo (nadie aquí parece estar peleando por un ideal, sino
simplemente para salvar su vida y eventualmente la de sus compañeros) sino también,
sobre todo, su fuerte tendencia antinarrativa. Allí donde el film de Spielberg
privilegiaba lo que sin duda es su fuerte como cineasta, la solidez del relato, Malick, en
cambio, hace un film mucho más libre, de un acento lírico que parece inspirado al mismo
tiempo en el cine de Murnau y en la poesía de Walt Whitman.
En Badlands (1973) y particularmente en Días de gloria (1978), sus dos únicas películas
anteriores, Malick ya había demostrado esa tendencia contemplativa, casi panteísta, de
su cine, pero aquí, con la inestimable colaboración del virtuoso fotógrafo John Toll,
la lleva al extremo, en un film que se desvela por la infinita variedad de formas de vida
que dan forma a la naturaleza. ¿Somos todos un mismo, único ser con distintos
rostros?, se pregunta, en su fluir de la conciencia, el soldado Witt (Jim Caviezel).
Esa pregunta puede llevar en sí misma la respuesta, al menos deacuerdo a la concepción
del film, que no tiene un único protagonista sino una multiplicidad de rostros y voces
que se van sumando unas a otras, sin que Malick se sienta en la necesidad de desarrollar
sus personajes a la manera en que lo suele hacer el cine de Hollywood.
El único momento en el cual La delgada... presenta un conflicto dramático a la manera
tradicional es también uno de los más intensos, el enfrentamiento entre el capitán
Staros (Elias Koteas), que se resiste a mandar a la muerte a sus subordinados, y el
teniente coronel Gordon Tall (un soberbio Nick Nolte), empeñado en tomar una colina sin
importarle la cantidad de bajas. Ese momento sirve además a la manera de un punto de
inflexión del film, que a partir de allí adquirirá una mayor gravedad.
Si el film puede dividirse, como una composición musical, en tres grandes movimientos
el desembarco, la sangrienta toma de la colina, el paisaje después de la
batalla, esa circunspección se verá acentuada hacia el movimiento final, cuando se
vuelve enfático, casi tautológico en su obsesiva reiteración de preguntas sin
respuestas. A este efecto de seriedad forzada contribuye la música omnipresente de Hanns
Zimmer, que llega a saturar la banda sonora, recargándola innecesariamente de
significados. Ese lastre, sin embargo, no consigue anular la enorme libertad formal del
film, que recupera para Hollywood la idea del cineasta-autor, cuya obra depende única y
exclusivamente de su mayor o menor inspiración y no de una mera operación de marketing.
El retorno de James
Whale, de la mano del talento de Ian McKellen
Dioses y monstruos, de Bill Condon,
revisa con gracia y delectación la disipada vida deldirector del clásico La
novia de Frankenstein.
Ian McKellen y Brendan Fraser, el
director y su objeto de deseo.
El film, basado en una novela, es candidato a tres premios Oscar. |
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Por Horacio Bernades
A comienzos de los años
30, el inglés James Whale llegó a ser uno de los realizadores mejor pagados de
Hollywood, gracias a haber firmado algunos clásicos del terror, del porte de
Frankenstein, La novia de Frankenstein y El hombre invisible. Pero su estrella fue
apagándose con la misma rapidez con que se había encendido. Tanto, que pocos años más
tarde, el nombre de Whale prácticamente había desaparecido del mapa cinematográfico.
Nada más se supo de él. No en forma oficial, al menos. Hasta que un día de 1957, su
cuerpo exánime fue hallado flotando, en la piscina de una mansión de Pacific Palisades.
Durante mucho tiempo, eso fue todo. Hasta que, en su famoso libro Hollywood Babilonia,
dedicado a recopilar los más famosos escándalos de la ciudad del cine, Kenneth Anger
tiró lo que por entonces fines de los 70 era toda una bomba. Homosexual
confeso en tiempos en que nadie se animaba a reconocerlo en público, sus innumerables
fiestas junto a la piscina, superpobladas de jovencitos, eran lo que había condenado a
James Whale al olvido y al suicidio. Llenando imaginariamente los blancos de esa historia
negra, el escritor Christopher Bram imaginó más tarde una novela alrededor del
personaje, a la que tituló Father of Frankenstein. Es esta novelización la que ahora,
adaptada por el realizador Bill Condon (a cuatro manos con Curtis Hanson, guionista y
director de Los Angeles al desnudo), llega al cine con el título Dioses y demonios.
Ganadora de un Globo de Oro y con tres nominaciones al Oscar (mejor actor, actriz
secundaria y guión adaptado), Dioses y monstruos desembarca hoy en Buenos Aires.
Esta entrevista se está poniendo demasiado aburrida, dice un Whale de pelo
blanco, estudiando de reojo y con picardía a un periodista primerizo, que vino a
interrumpir su dorado retiro hollywoodense. Te voy a proponer un juego, para hacerlo
más divertido. Yo te contesto todo, pero todo lo que quieras saber. Por cada respuesta,
vos te sacás una prenda, como en un strip poker. Dioses y monstruos toma al
realizador de Frankenstein en sus últimos días, cuando parece haberse exiliado para
siempre en su mansión, orgulloso y discriminado. En ese bunker con jardín y piscina,
cuenta con una única compañía, la de la fiel Hannah (Lynn Redgrave, nominada por este
papel), que es un poco ama de llaves, y otro poco mamá adoptiva y sargentona. Pero hasta
allí llegará una figura mucho más tentadora: el jardinero Clayton Boone (Brendan
Fraser). Alto, gentil, musculoso y sumamente ingenuo, Clayton es todo un american boy.
Whale, zorro viejo pero herido, intentará seducirlo, obviamente.
Siguiendo la novela en que se basa, Dioses... se concentra en esta única situación.
Condon airea su material con alguna escasa salida al exterior. Sobre todo, una irrupción
del protagonista y su acompañante en una fiesta, que el cineasta George Cukor brinda en
honor a una princesa. Allí tiene lugar la línea de diálogo más divertida. Whale, gay
confeso, pone en aprietos a Cukor, gay no asumido, al presentar a su fornido y poco
sofisticado ladero: Es la primera vez que conoce a una princesa; hasta ahora sólo
había conocido reinas.
El otro modo en que Condon airea el encierro es igualmente tradicional: una serie de
flashbacks. Estos evocan básicamente tres momentos de la vida de su protagonista: su
pobre, dickensiana infancia londinense; su experiencia en una trinchera de la Primera
Guerra, cuando conoce paradójicamente al amor de su vida, y algunos momentos del rodaje
de La novia de Frankenstein (1935), posiblemente su obra mayor. Aunque el guión se ocupe
de justificar las interferencias como consecuencia de derrames cerebrales,
estos flashbacks suelen verse incrustados en la narración, de modo no precisamente
fluido. Subsiste un problema que esas escapadas narrativas no llegan a resolver: el
estancamiento derivado de la situación central. Que, por más que se lo quiera disimular,
no consiste en otra cosa que la serie de encuentros, sumamente dialogados, entre Whale y
su objeto de deseo.
Quedan las actuaciones. Como en todo film de cámara, sobre ellas recae, inevitablemente,
el peso dramático. Mientras Lynn Redgrave compone su personaje acudiendo a la más pura
teatralidad y Brendan Fraser resulta demasiado buenazo para aspirar a ser una auténtica
criatura, sir Ian McKellen de quien la cámara no se separa ni un instante se
roba el show. Lo hace con métodos genuinos: su Whale es, entre otras cosas, frívolo,
decadente, orgulloso, encantador y malicioso. Pero, sobre todo, inmensamente vulnerable.
Si Dioses y monstruos llega a conmover y en su última parte lo logra, sin
duda es, casi exclusivamente, gracias a él.
CLOSET LAND, DE LA DIRECTORA INDIA
RADHA BHARADWAJ, que la rodo en 1991
Un previsible alegato contra la tortura
Por Martín Pérez
Gobierno,
dice él, leyendo la palabra de una lista. Abuso, responde ella, atada a una
camilla, sorprendida con la guardia baja. El torturador, entonces, mueve una perilla y su
víctima se sacude. Amor, responde entonces ella, apenas se recupera. El es
Alan Rickman, el malo del primer Duro de matar, aquí vestido de maquiavélico aunque
resignado torturador de traje. Ella es Madeleine Stowe, la actriz que acompañó a Daniel
Day Lewis en El último de los mohicanos, haciendo de inocente escritora de cuentos
infantiles. Ellos dos, solos, ocupan la pantalla durante la hora y media que dura el drama
atemporal planteado por la directora india Radja Bharadwaj. Tour de force ambientado en
una amplia sala con columnas de mármol, unos pocos muebles de diseño cuasifuturista y
plena de sombras, Closet Land cuenta una historia que comienza cuando al personaje
interpretado por Madeleine Stowe su torturador le quita la venda de los ojos. Lo
mejor será que no me vea a mí como un enemigo, y a usted como una víctima, le
dice Rickman. Simplemente ambos vamos a buscar juntos la verdad, agrega
amablemente, lo que no le impide abofetearla a la primera pregunta sin respuesta.
Con casi una década de antigüedad y apenas el lejano aval del premio del Jurado de la
Juventud en el Festival de San Sebastián de 1991, la ópera prima de Bharadwaj se
justifica como un contundente alegato contra la tortura, con la curiosidad además de ser
la obra de una directora india filmada con el apoyo de un gran estudio de los Estados
Unidos. Pero, además de esas credenciales, poco tiene para ofrecer. Torturada pero
estilizada, comprometida pero psicológica, con el correr de su metafórico metraje Closet
Land se transfoma apenas en un kafkiano pastiche literal. Condenado a ser excesivamente
teatral desde su planteo, el film no consigue tomar vuelo, pese a las citas de los
no-tan-inocentes cuentos infantiles por los que acusan al personaje de Stowe. Es más:
pese a alguna que otra vía de escape a la previsibilidad, apenas planteada en alguna
escena ambigua, Closet Land termina abandonando la posibilidad de filmar/pensar la tortura
para ser apenas una película torturada, que se retrotrae en sí misma y en los slogans de
resistencia. A los que, casi sin darse cuenta, vacía de significado en el mismo
movimiento con el que vacía los slogans de opresión. Pueden quebrarme el cuerpo
pero no mi mente repite hasta el triunfo el personaje de Stowe, en un film demasiado
estático, literal y sin sorpresa alguna, salvo el hecho de su tardío estreno porteño,
en copia en video y con un sonido que, como último dato, deja que desear.
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