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“LA DELGADA LINEA ROJA”, UN FILM FUERA DE TODA NORMA, DE TERRENCE MALICK
Miles de preguntas, ninguna respuesta

Después de veinte años de autoexilio del cine, el director de  “Días de gloria” vuelve con una películacargada de interrogantes  sobre la guerra, con un toque apátrida muy raro para Hollywood.

Jim Cazaviel tiene a su cargo el principal monólogo interior del film.
En un film coral, su soldado noble parece representar al espectador.

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Por Luciano Monteagudo

t.gif (862 bytes) Las imágenes de un paisaje paradisíaco con que se abre La delgada línea roja, de un mundo virgen que todavía no conoce el avance inclemente de la civilización, hablan, ya desde el comienzo, de la eterna lucha que parece habitar en el corazón de la naturaleza. Un inmenso cocodrilo, que se interna ominosamente en las aguas de un pantano, le sirve al director Terrence Malick para insinuar la preocupación que funcionará como el primer motor de las casi tres horas de su película. ¿La armonía del universo lleva también en sí misma, como una condena, la violencia inherente a la supervivencia? ¿La guerra forma parte del núcleo de la naturaleza? ¿La naturaleza está en guerra permanente consigo misma?
Lo primero que llama la atención de La delgada línea roja es su construcción, la estructura con que Malick les dio forma a cientos de horas de material filmado, la mayoría de las cuales quedaron en el piso de la sala de montaje, como si todo su film –algo insólito en el cine de Hollywood de hoy– hubiera sido concebido, antes que nada, como una herramienta de conocimiento. Esa construcción tiene la forma de un inmenso signo de pregunta, como si la película toda se interrogara una y otra vez –desde la imagen, pero también en voz alta, a partir de una serie de monólogos interiores de sus distintos personajes– por aquello que yace en el centro de su tema, el significado de la guerra, más allá de la circunstancia de un hecho bélico en particular.
De ahí que el tratamiento de un episodio crucial de la batalla de Guadalcanal sea para Malick casi motivo de abstracción. La naturaleza desencadenada que muestra La delgada línea roja puede ser tanto la de las islas del Pacífico que sirvieron de teatro de operaciones a los tramos finales de la Segunda Guerra Mundial como la que después volvieron a enfrentar los soldados norteamericanos en Vietnam. En este sentido, el film de Malick está mucho más cerca, por ejemplo, de Apocalypse Now! que de Rescatando al soldado Ryan. Con el film de Coppola, La delgada... comparte la perplejidad esencial de sus soldados frente a una realidad que les es ajena y también frente a un enemigo casi invisible, con el campo de batalla convertido en un espacio mítico, ubicado más allá de la historia y el tiempo. Del film de Spielberg, a The Thin Red Line lo separa no sólo su negación del patriotismo (nadie aquí parece estar peleando por un ideal, sino simplemente para salvar su vida y eventualmente la de sus compañeros) sino también, sobre todo, su fuerte tendencia antinarrativa. Allí donde el film de Spielberg privilegiaba lo que sin duda es su fuerte como cineasta, la solidez del relato, Malick, en cambio, hace un film mucho más libre, de un acento lírico que parece inspirado al mismo tiempo en el cine de Murnau y en la poesía de Walt Whitman.
En Badlands (1973) y particularmente en Días de gloria (1978), sus dos únicas películas anteriores, Malick ya había demostrado esa tendencia contemplativa, casi panteísta, de su cine, pero aquí, con la inestimable colaboración del virtuoso fotógrafo John Toll, la lleva al extremo, en un film que se desvela por la infinita variedad de formas de vida que dan forma a la naturaleza. “¿Somos todos un mismo, único ser con distintos rostros?”, se pregunta, en su fluir de la conciencia, el soldado Witt (Jim Caviezel). Esa pregunta puede llevar en sí misma la respuesta, al menos deacuerdo a la concepción del film, que no tiene un único protagonista sino una multiplicidad de rostros y voces que se van sumando unas a otras, sin que Malick se sienta en la necesidad de desarrollar sus personajes a la manera en que lo suele hacer el cine de Hollywood.
El único momento en el cual La delgada... presenta un conflicto dramático a la manera tradicional es también uno de los más intensos, el enfrentamiento entre el capitán Staros (Elias Koteas), que se resiste a mandar a la muerte a sus subordinados, y el teniente coronel Gordon Tall (un soberbio Nick Nolte), empeñado en tomar una colina sin importarle la cantidad de bajas. Ese momento sirve además a la manera de un punto de inflexión del film, que a partir de allí adquirirá una mayor gravedad.
Si el film puede dividirse, como una composición musical, en tres grandes movimientos –el desembarco, la sangrienta toma de la colina, el paisaje después de la batalla–, esa circunspección se verá acentuada hacia el movimiento final, cuando se vuelve enfático, casi tautológico en su obsesiva reiteración de preguntas sin respuestas. A este efecto de seriedad forzada contribuye la música omnipresente de Hanns Zimmer, que llega a saturar la banda sonora, recargándola innecesariamente de significados. Ese lastre, sin embargo, no consigue anular la enorme libertad formal del film, que recupera para Hollywood la idea del cineasta-autor, cuya obra depende única y exclusivamente de su mayor o menor inspiración y no de una mera operación de marketing.

 


 

El retorno de James Whale, de la mano del talento de Ian McKellen

“Dioses y monstruos”, de Bill Condon, revisa  con gracia y delectación la disipada vida deldirector del clásico “La novia de Frankenstein”.

Ian McKellen y Brendan Fraser, el director y su objeto de deseo.
El film, basado en una novela, es candidato a tres premios Oscar.

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Por Horacio Bernades

t.gif (862 bytes) A comienzos de los años ‘30, el inglés James Whale llegó a ser uno de los realizadores mejor pagados de Hollywood, gracias a haber firmado algunos clásicos del terror, del porte de Frankenstein, La novia de Frankenstein y El hombre invisible. Pero su estrella fue apagándose con la misma rapidez con que se había encendido. Tanto, que pocos años más tarde, el nombre de Whale prácticamente había desaparecido del mapa cinematográfico. Nada más se supo de él. No en forma oficial, al menos. Hasta que un día de 1957, su cuerpo exánime fue hallado flotando, en la piscina de una mansión de Pacific Palisades.
Durante mucho tiempo, eso fue todo. Hasta que, en su famoso libro Hollywood Babilonia, dedicado a recopilar los más famosos escándalos de la ciudad del cine, Kenneth Anger tiró lo que por entonces –fines de los ‘70– era toda una bomba. Homosexual confeso en tiempos en que nadie se animaba a reconocerlo en público, sus innumerables fiestas junto a la piscina, superpobladas de jovencitos, eran lo que había condenado a James Whale al olvido y al suicidio. Llenando imaginariamente los blancos de esa historia negra, el escritor Christopher Bram imaginó más tarde una novela alrededor del personaje, a la que tituló Father of Frankenstein. Es esta novelización la que ahora, adaptada por el realizador Bill Condon (a cuatro manos con Curtis Hanson, guionista y director de Los Angeles al desnudo), llega al cine con el título Dioses y demonios. Ganadora de un Globo de Oro y con tres nominaciones al Oscar (mejor actor, actriz secundaria y guión adaptado), Dioses y monstruos desembarca hoy en Buenos Aires.
“Esta entrevista se está poniendo demasiado aburrida”, dice un Whale de pelo blanco, estudiando de reojo y con picardía a un periodista primerizo, que vino a interrumpir su dorado retiro hollywoodense. “Te voy a proponer un juego, para hacerlo más divertido. Yo te contesto todo, pero todo lo que quieras saber. Por cada respuesta, vos te sacás una prenda, como en un strip poker.” Dioses y monstruos toma al realizador de Frankenstein en sus últimos días, cuando parece haberse exiliado para siempre en su mansión, orgulloso y discriminado. En ese bunker con jardín y piscina, cuenta con una única compañía, la de la fiel Hannah (Lynn Redgrave, nominada por este papel), que es un poco ama de llaves, y otro poco mamá adoptiva y sargentona. Pero hasta allí llegará una figura mucho más tentadora: el jardinero Clayton Boone (Brendan Fraser). Alto, gentil, musculoso y sumamente ingenuo, Clayton es todo un american boy. Whale, zorro viejo pero herido, intentará seducirlo, obviamente.
Siguiendo la novela en que se basa, Dioses... se concentra en esta única situación. Condon airea su material con alguna escasa salida al exterior. Sobre todo, una irrupción del protagonista y su acompañante en una fiesta, que el cineasta George Cukor brinda en honor a una princesa. Allí tiene lugar la línea de diálogo más divertida. Whale, gay confeso, pone en aprietos a Cukor, gay no asumido, al presentar a su fornido y poco sofisticado ladero: “Es la primera vez que conoce a una princesa; hasta ahora sólo había conocido reinas”.
El otro modo en que Condon airea el encierro es igualmente tradicional: una serie de flashbacks. Estos evocan básicamente tres momentos de la vida de su protagonista: su pobre, dickensiana infancia londinense; su experiencia en una trinchera de la Primera Guerra, cuando conoce paradójicamente al amor de su vida, y algunos momentos del rodaje de La novia de Frankenstein (1935), posiblemente su obra mayor. Aunque el guión se ocupe de justificar las “interferencias” como consecuencia de derrames cerebrales, estos flashbacks suelen verse incrustados en la narración, de modo no precisamente fluido. Subsiste un problema que esas escapadas narrativas no llegan a resolver: el estancamiento derivado de la situación central. Que, por más que se lo quiera disimular, no consiste en otra cosa que la serie de encuentros, sumamente dialogados, entre Whale y su objeto de deseo.
Quedan las actuaciones. Como en todo film de cámara, sobre ellas recae, inevitablemente, el peso dramático. Mientras Lynn Redgrave compone su personaje acudiendo a la más pura teatralidad y Brendan Fraser resulta demasiado buenazo para aspirar a ser una auténtica criatura, sir Ian McKellen –de quien la cámara no se separa ni un instante– se roba el show. Lo hace con métodos genuinos: su Whale es, entre otras cosas, frívolo, decadente, orgulloso, encantador y malicioso. Pero, sobre todo, inmensamente vulnerable. Si Dioses y monstruos llega a conmover –y en su última parte lo logra, sin duda– es, casi exclusivamente, gracias a él.

 


 

“CLOSET LAND”, DE LA DIRECTORA INDIA RADHA BHARADWAJ, que la rodo en 1991
Un previsible alegato contra la tortura

Por Martín Pérez

t.gif (862 bytes) “Gobierno”, dice él, leyendo la palabra de una lista. “Abuso”, responde ella, atada a una camilla, sorprendida con la guardia baja. El torturador, entonces, mueve una perilla y su víctima se sacude. “Amor”, responde entonces ella, apenas se recupera. El es Alan Rickman, el malo del primer Duro de matar, aquí vestido de maquiavélico aunque resignado torturador de traje. Ella es Madeleine Stowe, la actriz que acompañó a Daniel Day Lewis en El último de los mohicanos, haciendo de inocente escritora de cuentos infantiles. Ellos dos, solos, ocupan la pantalla durante la hora y media que dura el drama atemporal planteado por la directora india Radja Bharadwaj. Tour de force ambientado en una amplia sala con columnas de mármol, unos pocos muebles de diseño cuasifuturista y plena de sombras, Closet Land cuenta una historia que comienza cuando al personaje interpretado por Madeleine Stowe su torturador le quita la venda de los ojos. “Lo mejor será que no me vea a mí como un enemigo, y a usted como una víctima”, le dice Rickman. “Simplemente ambos vamos a buscar juntos la verdad”, agrega amablemente, lo que no le impide abofetearla a la primera pregunta sin respuesta.
Con casi una década de antigüedad y apenas el lejano aval del premio del Jurado de la Juventud en el Festival de San Sebastián de 1991, la ópera prima de Bharadwaj se justifica como un contundente alegato contra la tortura, con la curiosidad además de ser la obra de una directora india filmada con el apoyo de un gran estudio de los Estados Unidos. Pero, además de esas credenciales, poco tiene para ofrecer. Torturada pero estilizada, comprometida pero psicológica, con el correr de su metafórico metraje Closet Land se transfoma apenas en un kafkiano pastiche literal. Condenado a ser excesivamente teatral desde su planteo, el film no consigue tomar vuelo, pese a las citas de los no-tan-inocentes cuentos infantiles por los que acusan al personaje de Stowe. Es más: pese a alguna que otra vía de escape a la previsibilidad, apenas planteada en alguna escena ambigua, Closet Land termina abandonando la posibilidad de filmar/pensar la tortura para ser apenas una película torturada, que se retrotrae en sí misma y en los slogans de resistencia. A los que, casi sin darse cuenta, vacía de significado en el mismo movimiento con el que vacía los slogans de opresión. “Pueden quebrarme el cuerpo pero no mi mente” repite hasta el triunfo el personaje de Stowe, en un film demasiado estático, literal y sin sorpresa alguna, salvo el hecho de su tardío estreno porteño, en copia en video y con un sonido que, como último dato, deja que desear.

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