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Roberto Rufino se fue silbando, rumbo al Olimpo de los tangueros

El cantor, un innovador que brilló en la época dorada del tango, murió luego de un mes de internación. Será sepultado hoy en Chacarita.

Una reunión de tres irrepetibles: Troilo, Goyeneche y Rufino.

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Por Julio Nudler

t.gif (862 bytes) Era un cantor llano, sensible y emotivo, de aquellos que su época de oro el tango lucía con orgullo. Ayer luego de más un mes de internación en la Fundación Favaloro, falleció a causa de una afección pulmonar que afectó su corazón. Los restos de Roberto Rufino, que tenía 77 abriles, serán inhumados en la mañana de hoy en el Panteón de Sadaic del cementerio de Chacarita. Además de precoz y popular, Rufino, que había nacido el Día de Reyes de 1922, resultó un innovador, allá por sus comienzos a finales de la década del 40. En el momento culminante de su carrera, con la orquesta Francini-Pontier, fue capaz de darle voz a una propuesta diferente de todo lo oído hasta entonces. En aquel momento tenía 25 años, y ya habían corrido diez desde su debut con la excelente agrupación de Antonio Bonavena (tío de Ringo), cuando, como adolescente que era, tenía problemas legales para que le permitieran actuar con el conjunto en el Petit Salón, sólo apto para mayores. Tras otras experiencias, debutó con Carlos Di Sarli en el disco en diciembre de 1939, y aunque los cantores de orquesta no habían alcanzado aún la preponderancia que pronto lograrían, Rufino ya mostraba la seducción que lo convertiría en una de las grandes voces de la década de oro.
Los directores tuvieron que entender, muy a su pesar, que había llegado la hora de los cantores, pero no la de los líricos (tipo Alberto Gómez) ni de los viriles (tipo Hugo del Carril) sino de los sensibles, llanos y comunicativos. Esto lo demostraba la tremenda atracción que ejercían Angel Vargas, Alberto Castillo, Fiorentino o Roberto Chanel, por más que difirieran entre sí. Luego lo corroborarían Floreal Ruiz, Julio Martel o Alberto Morán. Rufino encajó bien en este molde, que él contribuyó a crear, contando a su favor con su hermoso timbre y la tensión emotiva de su voz.
En los 45 registros que dejó con Di Sarli –un maestro que siempre supo envolver a sus cantores en un cálido clima sonoro, basado en las cuerdas– mostró un estilo pulido, prolijo, sin desbordes ni amaneramientos, a tono con el buen gusto de la época. Aquella serie, reeditada en CD (hay una integral en el sello japonés de Akihito Baba), contiene muchos títulos memorables. Pueden mencionarse “En un beso la vida”, “Charlemos”, “Cascabelito”, “Patotero sentimental”, “Griseta”, “Mañana zarpa un barco”, “Si tú quisieras”, “Tristeza marina”, “Verdemar” y “Todo”, entre otros. Según el discografista Saúl Nicolás Lefcovich, del Abasto como Rufino, éste cantaba con Di Sarli y lamentablemente no alcanzó a grabar “El ciruja”, “Cambalache”, “A la luz del candil” y otros.
Luego de una larga etapa como independiente, en la que llegó a tener a su servicio a músicos de la talla del bandoneonista Antonio Ríos, y en la que cantó y grabó en Uruguay y Chile, ingresó a la orquesta de Enrique Mario Francini y Armando Pontier. Allí debió integrarse a esquemas rítmicos y armónicos mucho más complejos que los disarlianos, y hasta las letras resultaron en promedio mucho más intrincadas. El resultado fue antológico, como lo demuestran “Oyeme” (de Francini y Homero Expósito), “Canción para un breve final” (Pontier y Expósito), “Los despojos” (Dames y Sanguinetti), “Los días pasarán” (Paz y Bahr), “Claveles blancos” (Pontier y José María Contursi), y por supuesto “Nunca tuvo novio” (Bardi y Cadícamo) y “Déjame” (Canaro, Mores y Pelay).
En todos esos años, la trayectoria de Rufino fue coincidiendo o cruzándose con la de Alberto Podestá, otra voz fundamental. También tuvo a su lado a Raúl Berón, con quien en 1949 emigró de Francini-Pontier a Miguel Caló. En los ‘50, pese a algunos buenos momentos, como aquél en que Armando Cupo dirigió la orquesta del cantor y grabaron en discos Orfeo, Rufino perdió el rumbo. Especialmente penosa fue su etapa de estrecha vinculación artística y comercial con Alejandro Romay, que incluye la metamorfosis de Rufino en Boby Terré, cantante de boleros y para colmo enmascarado. Sin embargo, volvió al tango, y todavía dejó aportes valorables, como algunas de sus grabaciones con Leo Lipesker. En 1963 ingresó a la orquesta de Aníbal Troilo, y pese a su voz castigada y ciertos tics que afeaban su estilo, brindó impactantes versiones de “Ninguna”, “María”, “Desencuentro” y “Mensaje”. El material posterior de Rufino, con otros músicos, muestra cada vez más el agotamiento de su garganta. En cuanto a su muy despareja tarea de compositor, incluye, casi como una rareza, el muy inspirado “Eras como la flor”, y en un plano menor “Cómo nos cambia la vida”, “Quién lo había de pensar” y “Calla”.

 

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