La victoria de Gerhard Schröeder en las elecciones de Alemania
Federal ha abierto expectativas e interrogantes acerca del papel de la izquierda en los
futuros escenarios políticos, tanto en Europa como en América latina. La más atrayente
de todas esas expectativas e interrogantes es la de la llamada tercera vía
para el socialismo.
Según esta apreciación, la tercera vía surge desde la izquierda hacia el
centro para actuar con dinámica propia entre la vieja izquierda ideológica y la nueva
derecha fundamentalista. Son las filas pragmáticas encabezadas por Tony Blair, donde ya
está Romano Prodi, y en la que se colocará el propio Schröeder. El parámetro de la
izquierda ortodoxa sobrevive sólo como una vieja añoranza después del derrumbe de lo
que por mucho tiempo se llamó socialismo, y es llamado hoy, con algún pudor, socialismo
real, hasta que ya no es real. A nadie se le ocurriría en estos tiempos de mercado global
proponer una economía planificada con el control del Estado, y la discusión europea
desde la izquierda se centra más que nada, según ha escrito Massimo DAlema, quien
habla por los viejos comunistas italianos renovados, en un nuevo pacto social que
sustituya el creciente desmantelamiento del Estado social de bienestar.
Tampoco resisto la tentación de anotar que tras aquel derrumbe, el único socialismo real
posible, como proyecto de poder, ha quedado en manos de la vieja socialdemocracia, antaño
anatemizada y vista con desdén y reserva compasiva por la izquierda dura. A esa
socialdemocracia pertenecen hoy los viejos comunistas búlgaros, checos, rumanos, además
de los italianos.
La invención de esta tercera vía vista en términos europeos, no deja de
parecerme, por tanto, caprichosa. Siento que el debate abierto acerca de la magnitud del
socialismo aplicable en los escenarios de la Europa de fin de siglo es un debate interno
de la socialdemocracia triunfante, que sobrevivió incólume a la debacle del socialismo
real o autoritario, sobre todo porque tuvo la cautela de no arriesgar nunca su compromiso
con la democracia, y no veo que en este debate, donde deberán resolverse asuntos de
énfasis y no de esencia, vayan a existir abismos insalvables entre Leonel Jospin, aliado
con los comunistas franceses reciclados, por ejemplo, y el propio Schröeder, aliado con
los verdes, que no son precisamente de derecha.
Y con la vieja derecha europea hay un punto en que los socialistas no podrán tener
contradicción, como no la hubo antes, en tiempos del socialismo real: el de la economía
de mercado. Ahora será más bien un asunto de competencia histórica: un modelo Blair que
derrote al modelo Thatcher, y un modelo Schröeder que derrote al modelo Kohl.
Estas son las reglas del juego, democracia parlamentaria y economía de mercado. La
socialdemocracia europea, que tras la victoria del SPD en Alemania gobierna ahora todos
los países de la Comunidad menos España e Irlanda, tiene enfrente una agenda muy
distinta a la de la supuesta confrontación entre vieja izquierda y vieja derecha. Debe
demostrar, más bien, en términos globales, que tiene un proyecto eficaz de
modernización de cara al próximo milenio, desarrollo tecnológico, bienestar compartido;
y el nuevo pacto social. Tampoco hay señales de que los espacios políticos modernos en
Europa vayan a repartirse de manera polarizada, como bien lo demuestran los resultados
electorales en Alemania. En lugar de sólo dos, hay cuatro partidos en el Parlamento, y
allí se sientan los verdes, los viejos comunistas remozados de la RDA y los liberales. Y
los comunistas que cogobiernan con Jospin en Francia, ya no son los mismos de los tiempos
de fidelidades conyugales con la Unión Soviética.
Todo lo anterior me servirá para hacer notar lo lejos que queda el socialismo
latinoamericano del europeo al cerrarse el siglo. Mucho podrá discutirse sobre la
revolución de Tony Blair dentro del laborismo británico, y para el gusto ideológico de
algunos sus presupuestos renovadores tienen el color del liberalismo más galopante. Pero
se trata de proyectos políticos que al mostrar audacia para cambiar, también muestran
eficacia y credibilidad.
En América latina, en cambio, los viejos partidos socialdemócratas están enfermos en su
mayoría de decrepitud y han perdido crédito frente a un electorado cada vez más
escéptico, que difícilmente les entregará de nuevo las llaves del poder. Y los nuevos
socialistas, que nunca han gobernado, encuentran serios obstáculos para ganar esa
credibilidad.
Por tercera vez, Lula Da Silva no pudo convencer al electorado de Brasil, a la cabeza de
una coalición variadísima que antes que nada tuvo que resolver, otra vez, sus no menos
variadas contradicciones para presentarse unida; contradicciones en las que los
fundamentalistas de izquierda llevan siempre la mejor parte. En El Salvador, tras otra
larga batalla estéril, el FMLN fracasó en escoger a un candidato atractivo en términos
políticos, el alcalde de San Salvador Héctor Silva, o el empresario Héctor Dada,
bloqueados con intransigencia digna de mejor causa desde la ortodoxia de la cúpula
partidaria que no dejó otro remedio a su propio secretario general, Facundo Guardado, que
presentarse él mismo como candidato, en lo que puede ser un imponente harakiri.
En esas circunstancias nuestras de América latina en donde, efectivamente, se necesita
para la izquierda una tercera vía, capaz de alejarnos del capitalismo salvaje, tan
ineficaz como brutal, y de los fantasmas aún sueltos del socialismo autoritario y
sectario. Por allí comienza la modernización de la izquierda.
En un mundo de insensibilidades como el que nos domina volverá a aparecer en el
horizonte, en lugar del hedonismo anestesiado la sensibilidad por los seres humanos;
seguramente el siglo XXI sea un siglo humanista. Y ya Norberto Bobbio decía que la
distancia permanente entre derecha e izquierda ha estado, precisamente, en la
sensibilidad. Ojalá la izquierda moderna pueda ser esa campeona futura del humanismo, que
es la mejor suma de libertad, solidaridad y democracia.
* Escritor. Ex vicepresidente de Nicaragua.
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