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Por Horacio Bernades Para explicar una larga situación de injusticia, en algún momento de Historias no contadas alguien denuncia la docilidad de la Corte Suprema. No se trata, contra lo que podría pensarse, de la Corte Suprema actual, sino de la de épocas... de Uriburu. En ese momento, se hace casi redundante el cartel que, al comienzo de la película, recuerda que todo film que testimonie el pasado dará, inevitablemente, testimonio del presente. Historias no contadas no es un largometraje, sino la reunión de dos mediometrajes, que sus respectivas realizadoras madre e hija, para más datos filmaron en video, de modo casi casero, y presentan ahora en conjunto. En 1995, Mariana Arruti se puso tras la pista de Los presos de Bragado, y dos años más tarde María Pilotti realizó 1977, Casa tomada. La presentación en conjunto no es un capricho, ya que de lo que cuentan ambos mediometrajes parece desprenderse una línea histórica llamativamente continua, que en algún punto se toca también con el presente. A lo largo de 45 minutos, Los presos de Bragado reconstruye el proceso judicial y posterior encarcelamiento de tres militantes anarquistas por la policía de Uriburu en 1931, bajo la falsa acusación de haber causado la muerte de la esposa e hija de un caudillo conservador. Un caso que llegó a ser conocido como la versión criolla de Sacco y Vanzetti. A su turno, 1977, Casa tomada (35 minutos) investiga el secuestro y posterior desaparición, por parte de un grupo de tareas, de una pareja de no videntes y su pequeño hijo, en la ciudad de Rosario. Una misma línea de abuso de poder, injusticia, tortura y terrorismo estatal atraviesa esos cincuenta años de historia, en manos de dictaduras militares no tan distintas. Mariana Arruti le da a Los presos de Bragado la forma de una carta abierta, dirigiéndose al protagonista desde el relato-off. Procedimiento que le permite erradicar de su film toda posible asepsia, y de paso, sumar al espectador a un diálogo casi íntimo. Esta manifiesta proximidad a Pascual Vuotto, uno de los protagonistas (que se extiende a los tres en su conjunto) deja claro, de entrada, que la realizadora ha decidido descartar toda presunción de imparcialidad. En el caso que cuenta 1977, Casa tomada, la palabra imparcialidad sería, lisa y llanamente, sinónimo de inmoralidad. Ni siquiera se pretende que las víctimas no tenían nada que ver. Eran ciegos, pero pensaban, deja claro, con implacable honestidad, la única testimoniante, Alejandra Fernández de Rabelo, cariñosamente apodada La Negrita, madre de Cuqui Rabelo y miembro de las Madres de Plaza de Mayo, que reconoce con orgullo la condición militante de su hija y yerno. Todo se llevaron los milicos, dice Alejandra, con una bronca que no sabe de perdón, aunque se mezcle con las lágrimas. ¡Qué me voy a olvidar de lo que hicieron!, subraya enseguida, dejando clara la vehemencia de su memoria. Mientras que 1977, Casa tomada se concentra en ese único, vigoroso testimonio (mechándolo, sí, con algunas imágenes de movilizaciones populares y rondas de las Madres), Los presos de Bragado arma en cambio todo un tapiz de voces que cuentan la historia de Vuotto, Reclus deDiago y Santiago Mainini. Se trata de testimonios de primera mano (vecinos de las víctimas, compañeros de militancia en la FORA, habitantes de Bragado), y también de estudiosos e historiadores. Notoriamente, Osvaldo Bayer, seguramente quien más ha hecho por mantener viva la historia de las luchas obreras en la Argentina de las primeras décadas del siglo. Con acento entre campechano y honorable, esa gente de campo va dando cuenta del episodio en cuestión, pero también de toda una época, cuando la clase trabajadora comenzaba a tomar el destino en sus manos. La de Los presos de Bragado es una historia triste con final feliz: luego de catorce años de prisión y gracias a una multitudinaria y persistente solidaridad pública, los tres trabajadores fueron puestos en libertad. Hasta que, en 1993, luego ya de la muerte de los tres acusados, el Congreso Nacional aprobó una tardía Ley de Desagravio a Vuotto y sus compañeros. Obviamente que ningún final feliz le es posible a 1977, Casa tomada. La historia no lo permite. Pervive, sin embargo, como si fuera la reducción a escala de una realidad mayor, el recuerdo de las víctimas, las fotos, los testimonios de su presencia. Persiste, sobre todo, la rotunda humanidad de esa madre, a quien la convivencia con el horror parecería haber modelado con una sencilla pero inquebrantable determinación a no olvidar.
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