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Tiene el tono del murmullo, a veces se cuela en voz baja, circula entre consultores y hasta puede despuntar en el diario de los negocios, sobre todo aeroportuarios, de Eduardo Eurnekian. La tesis dice que el control a fondo de las empresas privatizadas sería un brote de populismo grave y agrega que cuestionar los contratos bordearía la inseguridad jurídica. Como si el caso Edesur hubiera despertado en el establishment el miedo a la oscuridad. El populismo sería una doctrina que, a diferencia de su abuela distribucionista, sólo se propone hoy observar si tal vez, quizá, eventualmente, existiera la remota chance de que el mercado fuera un poquito menos transparente y justo que en los libros de Adam Smith. La inseguridad jurídica consistiría en preguntarse, siquiera como hipótesis, si todas las privatizaciones estuvieron bien hechas y los servicios funcionan bien desde el punto de vista del usuario. La idea de inseguridad jurídica podría estar relacionada con la mayoría automática del oficialismo en la Corte Suprema o el control del fuero federal por parte del Poder Ejecutivo. Sin embargo, esta visión ciudadana fue reemplazada en los últimos diez años por otras interpretaciones: u Primero, inseguridad jurídica fue el eufemismo utilizado para decir que los funcionarios argentinos cobraban coimas muy altas a los empresarios. u Después apareció como un sinónimo de la desventaja relativa de las empresas norteamericanas, que debían disfrazar el soborno bajo la forma de una consultora porque no podían, como las europeas, deducirlo de impuestos. u Y al final se impuso como equivalente de las privatizaciones eternas e intangibles. La tercera acepción es la que se ha puesto de moda otra vez en los últimos días. Pero si es una preocupación nueva para los políticos, no lo es para los empresarios. El año pasado, en el coloquio del Instituto para el Desarrollo de Ejecutivos en la Argentina, Idea, en Mar del Plata, el último panel estuvo dedicado al tema de los controles. El control obviamente no querido, pero ciertamente inevitable para los propios afectados era parte de la agenda futura. Y el radical Federico Storani y el frepasista Darío Alessandro, que se atrevieron a dudar de la virginidad de las empresas de servicios, fueron jaqueados por un grupo de empresarios y economistas dispuestos a batirse en defensa del honor mancillado. Los dos políticos defendieron la obligación de controlar los servicios por parte del Estado y Alessandro incluso explicó con datos y cifras cuánto había ganado cada empresa y cómo habían evolucionado las tarifas. Basado en un trabajo del economista Daniel Aspiazu en Flacso, Alessandro admitió que la tarifa de luz era una de las que menos había aumentado pero que, igual, los precios de las firmas de servicios habían superado la inflación. Con esas empresas el proceso económico no fue neutral; ganaron más que el resto de la economía, dijo el diputado. La respuesta fue una crítica a Flacso (Son mejores los números de Fiel, dijo uno de los participantes) y el planteo de que, con todo, los servicios eran mejores que antes. Daniel Artana, de Fiel, y Franco Macri, presidente de Socma, fueron los más duros en el debate. Macri alertó contra el intervencionismo confiscatorio y dijo que las empresas privatizadas tenían la cabeza en la guillotina porque dependían de la arbitrariedad de los gobiernos. Cuanto menos controles, mejor. La respuesta de los diputados fue el compromiso de no dar marcha atrás, o sea no reestatizar, pero tampoco endiosar los marcos regulatorios tal como están, a menudo con zonas ambiguas, ni los entes de control, donde no tienen presencia ni los expertos independientes ni los representantes de los usuarios. Para los preocupados por el brote populista, la aspiración de máxima es doble. Una, que se mantenga el esquema de medir sólo los resultados, sin que el Estado se meta a opinar sobre los medios para alcanzar esos resultados. En castellano, que Edesur cambie el cableado como quiera. Y la segunda aspiración es que, puesto que lo importante es el resultado final, que las penalidades no aumenten. Establecer penalidades mayores implica inducir mayores niveles de inversión y/o management para evitar el evento de una falla, y ello es óptimo sólo si el costo ocasionado por la falla evitada es superior al aumento en la inversión necesaria a tal efecto, escribió el jueves último en un trabajo publicado en El Cronista Santiago Urbiztondo, economista asociado de Fiel. En este sector de opinión es herejía cuestionar el contrato en cualquiera de sus formas, desde la crítica suave hasta la rescisión, desde las multas hasta una alternativa que no parece haber sido considerada: la revisión del contrato inclusive con acuerdo de Edesur. No se trataría, por supuesto, de una amenaza mafiosa por parte del Estado sino de que a la distribuidora eléctrica se le haga intolerable seguir brindando el servicio con este nivel de costos económicos y de imagen. Que, por presión del cambio de humor social expresado en demandas judiciales, presentaciones a los poderes públicos, declaraciones políticas, propuestas de cambio en los organismos de control y sondeos de opinión, la empresa llegue a sentir que es mejor negocio someterse a la fiscalización que arriesgarse a otra catástrofe como el apagón de los once días. Cuando el gobierno porteño renegoció los contratos de la basura, pudo hacerlo porque jurídicamente los plazos le permitían ponerlos en discusión, pero también porque las empresas supieron que no podían mantener para siempre sus ganancias, y admitieron el reemplazo de una tasa extraordinaria por otra espectacular. Aunque compartido por los empresarios, fue un típico brote populista. Damas y caballeros, a vacunarse.
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