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OPINION
“Palabra de Perón”
Por Mario Wainfeld

Hizo una cita textual que estaba contenida en la versión original del discurso y luego añadió de su cosecha: “Palabra de Perón”. La tribuna, lenta de reflejos, sorprendentemente no contestó: “Te alabamos Señor”.
Invocó a Perón varias veces más y lo citó otras sin nombrarlo. A Eva Perón una, a Antonio Machado dos. Tomó una frase de “Adiós muchachos” (“contra el destino nadie la talla”) y otra de Charles de Gaulle (“la política es la forma de manejar lo inevitable”). Mencionó pocas cifras. El texto lujosamente editado que se entregó a los legisladores contenía algunos de sus latiguillos coloquiales más usuales como el “Por Dios”. Los leyó y se citó a sí mismo. No hizo chistes fuera de libreto. No mencionó ni una vez la palabra “corrupción”. No se equivocó de discurso, como le ocurriera alguna vez en una cena de la UIA.
Más allá de sus habituales furcios, dijo lo que quería y como quería decirlo. Lució cómodo, a sus anchas. Pareció disfrutar cada instante y vivirlo plenamente. Era consciente de que todos estaban pendientes de algún exabrupto sobre la re-re para disparar un escándalo parlamentario. No lo provocó pero coqueteó aquí y allá con el tema y mantuvo el suspenso.
El tramo mayor de su discurso lo dedicó, antes que a la obra de su gobierno, a sí mismo, a esbozar su propio libro Guinness. El único presidente argentino que habló en la asamblea del FMI y en la Academia Francesa. El que comandó la segunda revolución peronista. El que selló la paz con Chile. Esa mención le permitió dos lujos que describen bien su psiquis y la escena de ayer: pidió un aplauso de pie para la paz, con lo cual obligó a todas las bancadas a la ovación (pero con Carlos Menem en el centro de la escena). Y se mencionó como integrante de una saga que incluía a los próceres de la independencia, Julio Roca y Juan Perón. La estirpe de los reelectos.
Chapeó generosamente su prosapia peronista. Dejó a salvo, en una frase laberíntica, que los únicos privilegiados son los niños. Mencionó aquello de que el año 2000 nos encontrará unidos o dominados, pero se las ingenió para vincular la dominación a ciertas características que él atribuye a la oposición política y no al imperialismo o el gran capital que eran, en el discurso peronista tradicional, los dominadores a superar.
Menem dice que Perón fue su maestro y está claro que piensa, como poco, que es su digno sucesor. Es interesante señalar un par de trazos gruesos: Perón “cabalgó” un proceso de modernización que propendió a sumar al proceso productivo, al poder y al bienestar a millones de personas. Que tenía como objetivos (y como instrumentos, porque a partir de ellos generaba formidables consensos) el pleno empleo y un alto grado de autarquía económica. Que contenía una parte litúrgica y otra real de enfrentamiento a poderes y discursos dominantes.
La actual modernización peronista es excluyente, tiene como viga de estructura (y no como accidente) un alto nivel de desempleo y es la versión local –sin resistencia, antes bien fundamentalista– de las tendencias culturales e ideológicas dominantes en el mundo. El primer peronismo se pretendía sabio porque –sugería su divulgador Arturo Jauretche– miraba al mundo con sus propios ojos. Se negaba “a ir a comprar al almacén con el manual escrito por el almacenero”. El actual se jacta de cómo lo elogia el almacenero. Hay algunas diferencias, pero está claro que Menem y quienes escribieron su discurso (el secretario de Planeamiento Estratégico Jorge Castro y Luis Durán) tuvieron a Perón en mente todo el tiempo. Seguramente rememoraron que el primero de mayo del ‘74, horas antes de sacar tarjeta roja a la JP en la Plaza de Mayo, Perón había inaugurado la Asamblea Legislativa en un tono y con un mensaje bien distintos: el del estadista, el constructor de naciones, el autor de un Proyecto Nacional que pretendía sintetizar su experiencia de gobierno y tenía la pretensión de contener la clave del futuro. Algo sugestivamente similar al kit de medidas para diez años que ayer esbozó (muy esbozadas) Carlos Menem. Perón dejó las dos fases esenciales de la política –la lucha contra el enemigo (muchas veces interno) y la gestión de gobierno– dos meses después, por la única causa que determina a hombres de su estirpe a colgar los botines: murió. Menem no tiene previsto su retiro. Ayer, por primera vez, echó mano de un recurso clásico de Perón: el de aludir a su límites vitales. Mencionó “los últimos años de mi vida”, frase chocante en un hombre que alardea de permanente juventud. Y se le humedecieron los ojos, como le ocurría al general. Pero, como todo su rollo, formaba parte de un libreto estudiado.
Un libreto que le permitió jugar el juego que más le gusta: tener en vilo al auditorio, estar en el centro de la escena, seguir ganando tiempo en pos de la única baraja que le queda para impulsar la re-reelección, que es una decisión judicial. El Congreso le es hostil, un plebiscito ni pensar, el PJ detrás suyo algo imposible, una movilización masiva difícil (ayer entre Alberto Pierri y los “ultramenemistas” apenas si pudieron llenar las galerías y poner medio millar de personas a achicharrarse en Plaza Congreso). Sólo le quedan como barajas una sentencia de la Corte Suprema o del juez cordobés Bustos Fierro que detonen el operativo “Por Dios, compañero presidente, no renuncie, no se vaya”. Un recurso propio de Perón, que de retractar renuncias vitalicias a pedido sabía mucho.
¿Presionará a fondo, obtendrá y se montará en un fallo judicial irregular de toda irregularidad poniendo en riesgo la trabajosamente adquirida legalidad institucional argentina? Un dato permite ser optimista: si lo hiciera sus posibilidades de ganar son bajísimas, y la derrota es para él un freno muy fuerte. Otro dato impulsa el pesimismo: su olímpico desdén por las instituciones, que ayer, a la chita callando, volvió a demostrar usando el Congreso como tribuna para su juego interno, hablando de cualquier cosa menos del mensaje que le pide, e impone, la Constitución nacional.

 

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