OPINION
El país de los satisfechos
Por J.M. Pasquini Durán |
De acuerdo con
la Constitución, el de ayer fue el último mensaje presidencial a la Asamblea
Legislativa, en el décimo año consecutivo de gobierno. Carlos Menem aprovechó la
ocasión para hablar del país de los satisfechos, su país, allí donde todo está bien o
mejor, y lo que no pronto lo estará. Pronto es un modo de decir porque, según los
cálculos del orador, harían falta otros diez años (dos períodos y medio) para
completar la obra realizada. Propuso un quinteto de prioridades para la década que viene
y dejó saber que le gustaría seguir metiéndole mano al futuro antes de sentarse a
disfrutar de lo hecho.
Sugirió así, con recato (¿o impotencia?), su disponibilidad para quedarse en el sitio
que ocupa, aunque luego recuperó el tropicalismo del mítin partidario del miércoles
pasado, incluso usó las mismas palabras, para condenar a los que derogaron por decreto la
Constitución de 1949 y ahora se rasgan las vestiduras ante la posibilidad de
unas cuantas enmiendas. En la criptografía peronista, ésos deben ser los gorilas, o sea
los que se oponen a derogar la inhibición que le impide un tercero, un cuarto y ¿por
qué no? un quinto mandato, puesto que son diez años los necesarios para que el
milagro argentino esté acabado.
El mensaje presidencial estuvo tachonado de alusiones a Perón, típica retórica de
campaña de los que reclaman esa herencia y quieren llegar a la camiseta popular. Los
legisladores oficialistas hicieron de barra bullanguera aplaudiendo 41 veces, pero en una
quedó enganchada la oposición, porque la astucia oratoria solicitó un homenaje a los
acuerdos fronterizos con Chile. Quedó expedita la ruta del Pacífico para las
mercaderías argentinas, hizo ver el Presidente, ya que el país de los satisfechos es el
quinto productor de alimentos en el mundo y este año será el de la exportación. Las
restricciones derivadas de la crisis brasileña merecieron apenas un par de los ochenta
minutos de enumeraciones felices.
No fue la única omisión notable. Para mencionar otras dos estridentes: la corrupción y
la exclusión social tampoco figuraron en la agenda del país de los satisfechos. Más
aún: dice Menem que el ingreso promedio por persona, hoy en día, es de más de nueve mil
dólares. Dado que hay siete millones de personas que perciben hasta dos pesos por día
(730 pesos al año), para sacar ese promedio debe haber un número igual de personas (20
por ciento de la población total) que gana 25 veces más.
En el país de los satisfechos, el 20 por ciento más rico se lleva más de la mitad de
los ingresos, pero eso no importa porque si de dos personas una sola se come dos pollos,
en el promedio estadístico es un pollo por persona. Del hambre, como se sabe, se ocupan
los curas y las personas de buena voluntad. Con ese método, el Presidente informó un
descenso de la tasa de desempleo de 18 a 12 por ciento, aunque tuvo que acotar:
Todavía es mucho. De las suspensiones masivas producidas en la industria, a
causa del derrumbe brasileño, no se ocupó, quizá porque no es cosa de presidentes
perderse en los detalles humanos.
Aclaró, en cambio, que en el país de los satisfechos la estabilidad laboral es un
anacronismo. La precariedad no es noticia nueva para los que trabajan o buscan empleo,
pero ahora todos saben que nadie está a salvo. Es peor todavía: el Presidente mencionó
dos recursos para afrontar la inestabilidad. Serían el crecimiento y la instrucción en
oficios multifuncionales, pero dejó de lado cualquier alusión a subsidios por desempleo,
como ocurre en los países que siguen las pautas capitalistas de Maastricht, ni explicó
cómo se crearán nuevos empleos para reemplazar a los que se pierden y absorber a los
nuevos postulantes, mujeres y jóvenes. En sencillo: ningún trabajo es seguro y el que lo
pierde se embromó. No hay mejor disciplina social que el miedo a la miseria, ni mejor
regulador del salario y las condiciones de trabajo que una ancha legión de desocupados.
Sí, señor.
Si se hubiera ocupado de todo el país, en lugar de restringirse a las dichas de los
satisfechos, el discurso tenía miga para abrir un debate deideas sobre la Argentina
posible del siglo XXI. La globalización, la revolución tecnológica, el lugar del
trabajo, los servicios y la industria, lo público y lo privado, la unidad monetaria, el
concepto de soberanía y las alianzas estratégicas, las políticas de Estado y las
diferencias ideológicas, el conflicto social y el cambio, son todos temas ineludibles de
este tiempo. Pero es imposible abordarlos en abstracto, cuando por ejemplo propone la
educación como una cuestión central desde un gobierno que no pudo ni quiso garantizar un
aumento salarial docente de tres pesos por día, sobre remuneraciones misérrimas aún con
ese incremento. En el país de los satisfechos no hay lugar para la justicia, tampoco para
la compasión.
El Presidente sigue confiando en fuerzas invisibles. La mano del mercado para economía,
el mandato de Dios para el poder y la devoción en la autoridad vertical para la
política. Ajeno a los principios de la democracia liberal, sigue añorando una
comunidad organizada, a la manera de los años 40, con un gobierno
centralizado (un poder sobre todos los poderes), un Estado descentralizado (ahora
sustituido por el mercado) y las corporaciones sociales (patronatos, gremios, fuerzas
armadas, iglesias) como miembros de un solo movimiento y leales a un único líder. Si
esto no es nostalgia, ¿la nostalgia dónde está? |
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