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OPINION
Los usos de la locura
Por James Neilson

El poder no sólo corrompe, también enloquece a quienes se creen sus dueños naturales, y cuando hacia el final de su gestión un mandatario nada popular se pone a hablar del “terror”, “miedo” y “pavura” que en su opinión sienten sus adversarios, además de aludir a la necesidad de que él quede veinte años más para cumplir “un mandato de Dios”, es lógico que muchos se pregunten por su equilibrio mental. Pero aunque estén en lo cierto los que sospechan que Carlos Menem se ha internado en un mundo de fantasía, esto no lo haría menos peligroso. Cuando de la política se trata, la locura no es forzosamente una desventaja. Por el contrario, si un dirigente es considerado totalmente imprevisible y capaz de todo –o sea, un lunático–, le resulta sumamente sencillo dejar descolocados a sus rivales.
De todos los políticos importantes del país, Menem es el único que no se maneja conforme a un código fácilmente comprensible. ¿En qué cree realmente? ¿Cuáles son sus valores? Sabemos más o menos lo que se permitirían De la Rúa, Chacho Alvarez, Graciela Fernández Meijide, Duhalde, Ortega, Reutemann e incluso Alfonsín. Pero nadie sabe dónde están los límites que respetaría Menem. No están en la Constitución ni en cualquier otro libro de reglas. ¿Vacilaría en clausurar el Congreso si de este modo podría prolongar su reinado? Claro que no: de vez en cuando proyectos en este sentido han aparecido sólo para esfumarse después. ¿Repudiaría la violencia si tuviera buenos motivos para creer que lo ayudaría? Pocos apostarían a su vocación pacifista.
En muchos países –los más notorios son acaso Irak, Siria, Corea del Norte y Cuba– la conciencia de que el líder vitalicio haría cualquier cosa a fin de eternizarse en el poder es de por sí suficiente como para paralizar a todos sus enemigos salvo los más resueltos. Por suerte, la Argentina no se incluye en esta triste categoría de feudos unipersonales, pero esto se debe no a que la gente sepa que su líder actual nunca soñaría con violar las normas democráticas sino a que la sociedad misma ha trazado una línea que presuntamente estaría dispuesta a defender. Sin embargo, por ahora nadie sabe muy bien exactamente por dónde pasa esta línea que separa a las democracias de las tiranías y Menem, convencido de que su espacio de maniobra es mucho más amplio de lo que sugeriría una lectura literal de la Carta Magna, sigue esforzándose por trasladarla hasta regiones muy alejadas del orden democrático, tal como lo entienden no sólo los jefes de la Alianza sino también, se espera, una proporción significante de los dirigentes peronistas.

 

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