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Por Fabián Lebenglik Hay una escena de iniciación que funciona a tal punto como el comienzo de un cuento, que parece un cuento. El escenario es perfecto: una de las tertulias top de la primera mitad del siglo XIX, el salón de la dama argentina María (dit Mariquita) Sánchez de Thompson, en donde se reunía lo más granado de la sociedad argentina y donde, en 1813, se cantó el Himno Nacional por primera vez, razón por la cual Mariquita pasaría a la historia menor de los manuales escolares. Esteban Echeverría, frecuentador del salón, como Juan Manuel Lavardén y Esteban de Luca, identificó a la Sánchez de Thompson con la heroína romántica de una novela de Madame de Staël, llamándola La Corina del Plata, porque, como mandan los códigos del género, a todo se jugaba por amor. Hacia 1810, ese salón albergaba a la intelectualidad revolucionaria e independentista. Allí fue a dar, en 1829, el culto y refinado saboyano Charles Henry Pellegrini, nacido en 1800, que se había recibido de ingeniero a los 25 años en la Escuela Politécnica de París y estaba en la Argentina por un contrato de obra pública que finalmente no se realizó. Su contratista, el presidente Rivadavia, había sido raudamente expulsado del sillón que lleva su nombre, lo que obligó al joven ingeniero a buscar trabajo en Montevideo. Se dice que un buen día, con el ingeniero de Saboya presente en la mundana tertulia de Mariquita Sánchez, la propia anfitriona se quejó por la falta de retratistas en Buenos Aires y que, ahí nomás, a pedido de los contertulios, el ingeniero, lápiz en vilo, le hizo un retrato a la dama en menos de dos horas, arrancándole un aplauso cerrado a la concurrencia. Ese fue el punto de partida de la nueva profesión del joven ingeniero europeo hasta entonces desempleado. La noticia corrió por todos los salones porteños y en poco tiempo el retratista no daba abasto con la cantidad de pedidos. El tout Buenos Aires fue a inmortalizarse a lo de Pellegrini. El maestro Pellegrini llegó a dibujar unos 800 retratos a los que se suma más de un centenar de paisajes rurales y urbanos y cuadros de costumbres. El esquema de los retratos era más o menos siempre el mismo: los varones laicos posaban escribiendo, pluma en mano, ante un biblioteca, con la mirada desafiante o soñadora, según el caso; los religiosos se plantaban ante el templo; y las damas, asombrosamente fajadas, con tocados a cual más barroco y peinetones extra large, sostenían la mirada sentadas en un canapé, enfundadas en atuendos que lucen como un gran esfuerzo de producción ambiental, más que como vestidos. Los retratos inscriptos en los rigurosos cánones del realismo son de una calidad notable y, como dice la doxa, capturan el alma del retratado. Tal es el caso de la galería de retratos que pueden verse en la sala 14 del Museo Nacional de Bellas Artes. Desde la mirada propietaria del matrimonio de coleccionistas Guerrico, a la expresión perdida y pavota del reverendo padre Francisco Mageste, pasando por la serenidad y la personalidad de los rostros femeninos de cualquier edad, los retratos de Pellegrini tienen una funcionalidad específica en relación directa con el lugar social y de poder de cada retratado, y con la elección de cómo mostrarse ante la posteridad. Durante el régimen rosista Pellegrini, aunque siguió dibujando, pintando y realizando estampas litográficas, se hizo agricultor y ganadero como un modo de bajar el perfil mundano en busca de una suerte de exilio rural. Varios de los retratos de ese período muestran en el retratado de turno la divisa punzó de rigor y alguna que otra obligada alcahuetería. Hay un retrato del propio brigadier general, que en sentido estricto no es un retrato tomado del original, sino una efigie. El perfil de Rosas aparece más como un exorcismo que como una forma de la condescendencia. Es conocida la afición del Restaurador de las leyes por hacerse pintar, tanto como su cínica aversión a ser fotografiado (Eso es cosa degringos, decía, como si el origen del retrato pintado fuera otro que el gringo). En la sala 15 del Museo se puede ver una serie de paisajes rurales y urbanos vistas bonaerenses como las de Bahía Blanca y Sierra de la Ventana, o estampas porteñas como el Riachuelo, El Retiro, la Plaza de la Victoria (Plaza de Mayo), la Catedral, la Iglesia del Pilar, etc. y escenas de costumbres, como El matadero, de 1841. Este grabado parece ilustrar el celebérrimo relato homónimo de Echeverría escrito y leído en las tertulias por esos años y publicado tres décadas después. En la estampa de Pellegrini sobre papel se ve a los paisanos en sus quehaceres y en el frente del establecimiento se lee Viva el chaleco colorado. Otras dos obras establecen un diálogo perfecto. Por una parte una escena rural de costumbres que evoca a varias parejas bailando un cielito a cielo abierto. Por la otra, una escena de interiores en un caserón de la clase alta, en el que los invitados bailan un minué. En un costado, aparece la criada negra, que espía a los señores bailando; pero lo que unifica socialmente a los señores y al personal doméstico es el mate, porque casi todos la negra que espía, también aparecen mateando. Pellegrini se dedica también a la litografía había estudiado la técnica con el cartógrafo y grabador francés César Hipólito Bacle, cuya muerte en 1838 en las mazmorras rosistas es uno de los motivos para el bloqueo del puerto de Buenos Aires por parte de una escuadra francesa y manda a la imprenta, en 1841, el libro Recuerdos del Río de la Plata, de 24 láminas litográficas. Después de la caída de Rosas, Pellegrini vuelve al ruedo y a la Capital. Consigue un puesto de funcionario público. Proyecta, entre otros edificios, el viejo Teatro Colón (que quedaba en la intersección de las actuales Rivadavia y Reconquista). También se hace editor y publica en dos épocas la Revista del Plata, entre 1853-55 y 186061. Uno de los cinco hijos de Pellegrini, de nombre Carlos, formó parte del corazón de la clase dirigente argentina. Fue diputado y senador nacional, ministro de guerra de los presidentes Avellaneda y Roca, vicepresidente de Juárez Celman y cuando éste renuncia por la debacle de 1890, ejerce la presidencia entre 1890 y 1892, en una transición que consiste en poner en orden la economía y las finanzas del Estado, en los términos del conservadurismo de la época. La historia oficial pinta a Pellegrini con el uniforme del piloto de tormentas. La producción de Carlos Pellegrini padre se enmarca en la tradición del pintor viajero, que, desde los cánones de la estética europea, mira con ojos de extranjero las particularidades de las costumbres, paisajes y rostros rioplatenses, disfrazando la tentación del exotismo bajo la aparente neutralidad del informe científico. La historiografía de la pintura local fija esos entrecruzamientos estéticos y culturales entre miradas como el paradójico y probable inicio de la pintura de producción nacional. (En el Museo Nacional de Bellas Artes, Avenida del Libertador 1473, hasta el 7 de marzo.)
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