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¿La vida es bella?

Por Jack Fuchs *

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t.gif (862 bytes) En todos estos años no recuerdo, ni aun sabiendo que mi familia tuvo por último camino una cámara de gas, haber llorado tanto como cuando presencié La vida es bella. Después sobrevino el alivio. Volví 60 años atrás... (ya que nadie recuerda “todo” todos los días. Y escribirlo de otro modo es mentiroso).
Para mí hay engaño en su título: La vida es bella. Eso fui a ver. Y, en cambio, me encontré con una tragedia de magnitud inenarrable, que representa parte de mi vida... Quedé paralizado. Repito: hay engaño como aquel que observa Los fusilamientos... de Goya. Están los que se detienen en las pinceladas. En la veracidad de la situación. En el ángulo de captación de la escena. Pero, seguramente, pocos piensan en las víctimas. Esto pasa con el film. Pocos pueden identificarse con la tragedia y cada uno visualiza aquello que le concierne. Y, en rigor de verdad, muchos temen que les concierna.
Imagino. Sé. Durante mi infancia y en los comienzos de mi adolescencia mis padres trataron de demostrarnos que “la vida es (era) bella”. Ibamos, en el verano, al campo. Disfrutábamos y, de repente, la tragedia. Es imposible imaginar qué y cómo fueron los campos de concentración y muerte. Es ficticio callar... tan utópico como poner, en palabras, el sufrimiento, el dolor, el hambre, el frío, el olvido, la soledad... sin embargo la obligación de transmitir muestra y demuestra mi propia existencia.
Nadie estaba preparado. No fue una enfermedad que nos fue acostumbrando a la idea de la muerte. No estábamos preparados nosotros, ni los que caminaban por París, Viena o Salónica que, de un día para otro, se encontraron con que eran la materia prima de una fábrica de cenizas: una fábrica que funcionó día y noche, durante años.
Se critica. Se habla. Se nos pregunta a nosotros por qué no resistimos. Por qué no nos rebelamos. O ahora, con la obra de Benigni, si no visualizamos una burla o una ofensa. A los muertos no se les puede pedir testimonio. Pienso cómo fueron los últimos momentos de mis hermanas, de 15 y 8 años. Y de mi madre, oliendo en el aire que era el fin. Qué les habrá dicho para aliviarles la angustia y el sufrimiento, y cuál habrá sido su último pensamiento. Nadie volvió del valle de la muerte.
Benigni narra una inmensa tragedia. La dibuja con trazos gruesos. No puede hacerlo de otro modo. Ese dejo “chaplinesco” permite respirar. Y continuar aunque más no sea para vencer el silencio cómplice. Para que se sepa que nos quisieron reducir a nada y si no levantamos nuestra voz la bestia tendrá una victoria póstuma.
Como sobreviviente le estoy agradecido. Le estoy agradecido en nombre de los millones de víctimas. En nombre de los olvidados. En nombre de la memoria. En nombre de saber que sin Auschwitz no hubiera habido Hiroshima y probablemente si no recordamos Auschwitz podrá sobrevenir otro Hiroshima.
¿Cómo fue el fin de la guerra? La aparición de un tanque. Los prisioneros caminando a la vera del camino y el ejército marchando por otro lado, conformando un cuadro de completa indiferencia. Después de todo, quién podría disfrutar ser libre después de haber perdido a toda la familia. Y el chico, victorioso finalmente del absurdo juego en donde no debía llorar, ni pedir comida ni dejarse ver, nos habla de la posibilidad de un futuro.
Es difícil separar la ficción de la realidad. Especialmente cuando no hay golpes bajos. Ni llantos. Ni aun cuando se separan los hombres de las mujeres. Imagino que, dentro de pocos años más, todo lo acontecido será la visualización de una película. Prevalecerá la visión del celuloide. En este caso La vida es bella, comedia costumbrista y romántica, se convierte, de golpe, en un “manual de supervivencia en el infierno”. Claro está: el celuloide genera riesgos y el mayor de todos es tomar la película como la realidad sabiendo que la Shoa desafía al arte.
El pasado es el único tiempo que puede modificarse. Y, además, olvidar. El tiempo es como un bálsamo y, a pesar de uno, cada persona y cada cosa va ocupando un lugar. Luego se van apagando las presencias para pasar a ser infinitas ausencias. Sin pasiones. Sabiendo que la voluntad marcha por encima de mi propia voluntad.
* Vivió en el gueto de Lodz. Es superviviente de los campos de Auschwitz y Dachau. Ha publicado su testimonio en el libro Tiempo de recordar (editorial Mila), presentado en la Comisión de Derechos y Garantías Constitucionales de la Cámara de Diputados de la Nación.

 

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