Mucha gente en la
Argentina de hoy se siente desasosegada. Es una sensación de abandono, de la
batalla está perdida y no hay nada más que hacer, mejor veo cómo salvarme yo. La
rabia sorda, la indignación mezclada con impotencia han generado el escepticismo que hoy
vemos tan generalizado. Es palpable en todos los sectores sociales: los más acomodados
que temen por su seguridad; las clases medias que temen el evidente desmoronamiento; los
más pobres (excluidos del modelo como se los llama ahora eufemísticamente),
que temen estar peor de lo que ya están, y sobre todo sin esperanzas.
En esto último es en lo que casi todos los argentinos coinciden (excepto, claro está,
los beneficiarios de la corrupción, esa minoría escandalosa que gobierna política y
económicamente este país): en la falta de esperanzas. Y hay otro elemento común a todas
las clases sociales en la Argentina: un resentimiento feroz.
Temor, desesperanza y resentimiento son pésima mezcla, es obvio. Pero interesa
reconocerlo, esta vez, no para seguir con letanía, pálidas y nihilismo inconducente.
Sino para imaginar la reconstrucción del optimismo. Que es la tarea más difícil pero, y
aunque no se note, también la más urgente.
Habría que empezar por recordar lo obvio: esto va a pasar. La pesadilla mafiosa, el
latrocinio instalado, la injusticia entronizada se van a acabar. Como acabó la dictadura
militar, el menemismo (entendido como un estilo miserable y desalmado de la Política)
también se va a acabar. Es urgente recuperar esta primera esperanza porque es lo que da
fuerzas a toda resistencia.
Ya en 1984 y 85, apenas terminado el exilio, no éramos pocos los que escribíamos sobre
la perversidad de las dictaduras, que no solamente habían causado el daño que todo el
mundo veía entonces (todo el horror que dejaban al descubierto la Conadep y los juicios a
las juntas militares). Además de eso quedó escrito había que estar alertas
por las semillas horribles sembradas por la dictadura y el autoritarismo, las cuales iban
a germinar diez o quince años después y podría suceder que viéramos entonces, en pleno
desarrollo democrático, frutos verdaderamente horribles ... Bueno, han pasado esos quince
años y lo que estamos viendo ahora son esos frutos horribles.
Nuestro país es así: el tremendo subibaja de la Historia Argentina está plagado de
bandazos. Pero a la vez, y como extensión del razonamiento, también debiera decirse que
son los frutos de la democracia (de estos quince años de democracia frágil y leve,
imperfecta y contradictoria, cuestionable y todo lo que quiera decirse de nuestra
democracia), los que fundamentan la esperanza. Porque, a pesar de todo, no estamos peor
que en 1976 o 1980. Y la Argentina tiene muchísima gente proba, capaz,inteligente,
sensible, amorosa en el más vasto y social de los sentidos, que no ha bajado los brazos y
resiste. Quizá muchos de ellos no están alineados partidariamente, y la mayoría trabaja
y resiste en silencio. Muchísimos piensan y escriben y enseñan, esas docencias
silenciosas. Y tienen nombres y apellidos que todos conocemos, leemos y admiramos, muchas
veces en estas mismas páginas. Y sus ideas tienen seguidores, también entre los más
jóvenes.
Sí, seguro que en este texto hay mucho de idealismo y expresión de deseos, pero también
hay una certeza: esto pasará, esto se acaba. Ahora están en el paroxismo previo al
derrumbe. Están forzando a la Constitución y a la Corte, y a la sociedad toda. Son como
Hitler ordenando incendiar Alemania.
Pero todo pasa y todos los mesiánicos, en su locura, caen por la suma de sus dislates. No
son infalibles. Que su caída sea más o menos estrepitosa no tiene importancia (la suerte
personal de los dioses de barro es intrascendente) pero saber que se caen es lo que
permite imaginar la esperanza y fortalecer toda resistencia pacífica, que no pasiva.
Han de ser las buenas semillas de la democracia las que germinen para que también se
investiguen los horrores de esta época. No sé si será mediante una nueva Conadep en la
Argentina, como se planteó hace un tiempo (yo lo desearía) pero de algún modo se
sancionará esta impunidad, por la sencilla razón de que si no se sanciona no habrá
restauración ética creíble. Y aunque no volveremos a ser aquel país un tanto ligero de
cascos, desaprensivo y simpáticamente irresponsable y de costumbres provincianas que
tantas veces nos enorgullecía, la pesadilla pasará. En ser conscientes de ello radica la
esperanza.
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