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Por Cecilia Hopkins Escrita por el británico Hugh Whitemore, Rompiendo códigos aborda con ciertos ribetes policiales un tema polémico, directamente ligado con la homosexualidad del protagonista: el exiguo límite existente entre lo público y lo privado. Muerto por propia decisión a los 42 años, Alan M. Turing se valió de sus investigaciones sobre criptografía para ser admitido en el Foreign Office británico durante la Segunda Guerra Mundial. Su desempeño fue brillante: con su ayuda fue posible descifrar el código nazi que permitió ganar la contienda. Si bien todas estas alternativas de su vida están muy presentes en la obra de Whitemore, su título alude, en realidad, a otros códigos que el propio Turing también intenta desbaratar. Porque al igual que el escritor Oscar Wilde, el matemático fue perseguido a causa de su homosexualidad, juzgado, además, por indecencia y conducta impropia y condenado a prisión. Su libertad condicional solamente fue autorizada bajo el compromiso de su parte de ingerir estrógenos para morigerar su natural inclinación. La homosexualidad de Turing se descubre por un hecho menor en esta pieza dirigida en la puesta local por Alejandro Macci. Aunque lo más extraño del asunto sea que en plena época macartista haya accedido él mismo a confiar su secreto a la policía. Luego de esto, las presiones a las que es expuesto no conocen límites: el gobierno supone que la información confidencial que Turing conoce no está a buen resguardo por tratarse de un hombre afecto a tener relaciones íntimas con parejas ocasionales. La obra expone una trama que retrocede en el tiempo más de una vez para brindarle al espectador un panorama completo sobre el protagonista y su entorno personal. De su ámbito doméstico se destaca el trabajo de Márgara Alonso, en el rol de la madre de Turing, y de su ambiente laboral sobresalen los desempeños de Jorge Petraglia y Gabriela Toscano, dos de sus compañeros de trabajo. Hacia el final, la estructura de la obra evidencia ciertos desbalances, con un desenlace que se precipita sobre el último discurso del protagonista, ya muerto. Con cierto abandono vestimentario, tartamudo pero entrador, el Turing que interpreta Arturo Puig luce convincente. Sin discursos de barricada, el personaje manifiesta sus derechos a ejercer su libertad en privado pero expone un sobrio sentido de la pasión (y esto es un acierto) cada vez que encara una escena acompañado por alguno de sus amantes. Al basarse, fundamentalmente. en las conversaciones entre sus personajes, la obra desarrolla una teatralidad tradicional, con secuencias discursivas pero dinámicas. La escenografía de Emilio Basaldúa impone un carácter racionalista a casi todas las escenas, abandonando este criterio con el paisaje marino que ilustra la estancia de Turing en Grecia, su último paraíso.
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