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Desde la utopía, rumbo al cinismo

“Long Play (33 revoluciones por minuto)” se  propone comparar el fervor de los ‘70 con la apatía de los‘90, pero en formato de comedia.

El viejo primer Winco opera como símbolo de los ‘70, en “Long play...”.
La obra de Jorge Leyes compara aquella década con el cinismo de los ‘90.

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Por Cecilia Hopkins

t.gif (862 bytes) Escrita por Jorge Leyes (también autor de Bar Ada y Ruta 14), Long Play (33 revoluciones por minuto) retrata la década del 70 de un modo peculiar. Si bien encuentra en el disco de vinilo un frágil símbolo de esa época (y le dedica, incluso, un discurso paralelo al de la intriga), su tema circula por senderos menos nostálgicos. Despliega una historia que muestra la contracara de actitudes que, como el compromiso y la solidaridad, rigieron en esos años la vida de muchos. Y utiliza un discurso humorístico –muy a pesar de sus personajes– para dar cuenta de una atmósfera enrarecida por el calculado fervor de ciertos personajes que disfrutaron de dinero, poder o prestigio a cambio de adherir a las consignas que juzgaron más adecuadas.
En la época en que la Triple A estaba a la vuelta de la esquina y cuando apenas faltaban unos meses para el golpe militar, un grupo de jóvenes organiza un concierto con la idea de grabarlo en vivo. En ese mismo ámbito coinciden la feminista a ultranza, el militante que jura no abandonar la lucha pase lo que pase, la que sueña hacer su aporte desde la docencia rural. En el clima que combina rumores de denuncias, atentados y allanamientos, la obra intenta reflejar desde la comedia la sensación de estos personajes, también unidos por historias afectivas cruzadas.
A este humor áspero le llega una dosis imprevista de cinismo no bien hace su aparición el personaje que vertebra la anécdota. Perra, la cantante-estrella (interpretada con acierto por Miriam Odorico), es el pivote en torno del cual se desencadena un misterio que recién se devela en los 90 a partir de estrategias representativas de esta época. Amada por las multitudes, Perra es dueña de un discurso doble hasta el descaro que le permite ofrecerse ante las masas como la encarnación del sueño de la revolución, mientras en la intimidad exhibe un pensamiento cínico.
El segundo acto de la obra transcurre en el mismo espacio 25 años después. Las botellas de Crush y los posters de Sandro han dejado paso al mueble fashion de la disco y sus iconos correspondientes: la pantalla, el celular y, especialmente, la cámara de video, objeto que domina de manera obsesiva este nuevo capítulo de la vida de algunos de los sobrevivientes de la grabación. Los representantes de las nuevas generaciones, por las suyas, intentan reunir las piezas de un pasado que desconocen. Parecen haber reemplazado los códigos del amor libre por los de la bisexualidad y el travestismo.
Ataviada como una chica Almodóvar en su ocaso, Perra muestra ahora una personalidad más afín a sus verdaderas inclinaciones: apenas acepta referirse a sus fervores revolucionarios del pasado, interesada en dedicar su tiempo a conducir un programa de cable. Exilio mediante, ha mutado también junto a ella el cantante folklórico (Adrián Fondari) que la acompañó en aquel recital y la pareja aprovecha el encuentro para ajustar ciertas cuentas pendientes. Lejos del vertiginoso primer acto, las acciones se arremansan en torno de las mezquinas rencillas y recuerdos.

 

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