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Por Verónica Abdala ![]() ¿Eso la llevó en algún momento a replantear su vocación? Sí, la vida de los escritores es más sacrificada de lo que la gente supone. Fundamentalmente porque no ocurre como con los médicos o los abogados que pueden vivir de lo que saben aunque no sean los mejores en sus respectivas disciplinas. Cuando eres escritor, no hay puntos intermedios: o sos genial o no sos nada. Como casi todos, yo debí atravesar varias crisis al respecto. La última me atacó escribiendo este libro, Pequeñas infamias y gracias a una circunstancia fortuita me topé con una pintada en la calle que decía nada te turbe, nada te espante, lograrás lo que desees con paciencia encontré el coraje necesario para sortearla. Pequeñas infamias, una suerte de puzzle que desafía al lector a develar las claves de un asesinato en una aristocrática casa de campo, ofrece dos niveles de lectura. En el nivel argumental, es la historia de una serie de personajes un fisicoculturista checo, la novia de éste, los propietarios de la casa, un homosexual amigo de la pareja y un camarero que se descubren atrapados en la mansión de campo por una circunstancia entre trágica y cómica: la muerte de un repostero, que se produce por congelamiento, en una cámara frigorífica repleta de animales. En otro nivel el que le da título al libro la novela invita a fijar la atención en esas pequeñas casualidades y en esas pequeñas infamias que a menudo determinan de un modo u otro las grandes historias de la vida. La idea que da pie al título es que a veces cometemos pequeñas infamias, como hurtos, infidelidades o mentirillas, y que para taparlas somos capaces de cometer grandes e irreparables errores, explica la autora. Esta es la historia de unos personajes a los que les sucede esto, ¡al punto de que llega a cometerse un asesinato! Quise, además, retratar esto con sentido del humor, porque me parece que muchas veces es el único modo de plantear las cosas más pesadas. Escribir una novela es como preparar una buena comida: no es imprescindible ajustarte a una receta prefijada, pero es conveniente y esto me ha llevado muchos años de aprendizaje haber planeado con antelación los ingredientes a partir de los cuales prepararás el plato. ¿A qué momento se remontan sus primeros acercamientos con la literatura? A mis primeros años. De chica vivía en una casa grande, con un altillo en el que había objetos exóticos y un baúl repleto de disfraces. Allí comencé a inventar mis primeras historias. Mi padre, que es un lector compulsivo, tuvo, posteriormente, una influencia decisiva. El que internamente es el lector para el que creo escribir me leía cuentos en voz alta. De esa extraña mezcla de disfraces y lecturas surgió mi vocación. ¿La literatura es para usted, como para tantos, un intento de recuperar la infancia? Supongo que lo es para todos los escritores: escribimos para volver de algún modo a ese paraíso perdido. Aunque yo aún no me atreví a meterme de lleno con mis experiencias personales. ¿Y de qué modo se cuela lo autobiográfico en su obra? Diría que de una manera muy indirecta, desde que utilizo un truco fabuloso: retratar mis sentimientos más íntimos pero poniéndolos en el cuerpo de personajes que en apariencia son muy distintos a mí. ¿A quién se le ocurriría, por ejemplo, pensar que puedo tener infinidad de cosas en común con un cocinero? Escribir es una labor muy solitaria y, además, si no aprendes a manejarlo, puede llegar a condenarte en una exposición impúdica. ¿Alguna vez se quedó encerrada, como el personaje, en una cámara frigorífica? La puerta... no llegó a cerrarse, pero ése fue el temor que sentí una vez que ingresé a una que estaba llena de ciervos de ojos desorbitados y conejos de pelos tiesos. Cuando salí, volví la cabeza hacia atrás y pensé: La vida está llena de casualidades... A cualquiera podría sorprenderlo la muerte allí, y sus parientes no tendrían consuelo: ¿te imaginas, acaso, una muerte más estúpida que morir congelado dentro de la heladera?.
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