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“EL VIEJO Y EL MAR”, DE ERNEST HEMINGWAY, HECHO TEATRO
Un hombre cansado y su vieja barca

El grupo Quetzal, de Costa Rica, presenta en el Festival Iberoamericano una obra que gira en torno del gran trabajo actoral de Rubén Pagura.

En escena, Rubén Pagura, el actor argentino radicado en Costa Rica.
La adaptación del texto para un unipersonal es sorprendente.

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Por Cecilia Hopkins

t.gif (862 bytes) En el marco del II Encuentro Iberoamericano de Teatro que se celebra en el Teatro Cervantes el grupo Quetzal, de Costa Rica presenta El viejo y el mar, espectáculo basado en la novela homónima del norteamericano Ernest Hemingway, que hoy y mañana cumple sus dos últimas funciones. El grupo, que ya había participado de la primera edición de este evento, se formó en 1990 a instancias del rosarino Rubén Pagura y del costarricense Juan Fernández Cerdás, con el objetivo de investigar las posibilidades de integración del canto y la danza con técnicas de mímica y actuación. Como en su anteriores presentaciones (La historia de Ixquic y Memorias del ombligo del mundo) Pagura volvió a exhibir su talento interpretativo en el formato del unipersonal. Dirigido esta vez por Amanecer Dotta (un uruguayo radicado en Costa Rica), el espectáculo encuentra el modo de llevar a escena la anécdota de la breve novela basándose en la relación que entabla el actor con una pequeña barca de madera que le permite un inusual despliegue físico.
Bajo una tenue iluminación, Pagura distribuye en el espacio sus materiales de trabajo: su barca, una pequeña caja de madera y un “palo de lluvia”, instrumento musical que le servirá de remo y mástil, compuesto por una caña con semillas en su interior. Acto seguido, se tiende en el piso para comenzar su transformación física que concreta al tiempo que completa su sencillo vestuario. Con el rostro y el cuerpo contraídos, encarna a Santiago, el viejo pescador habanero que desde hace más de dos meses vuelve al puerto con la barca vacía. “Cada día es un nuevo día”, afirma el protagonista con la secreta esperanza de romper esta vez la mala racha que le ha valido el desprecio de los demás pescadores. Su altivez no le permite aceptar de los demás ninguna clase de ayuda y hasta rechaza la compañía del niño que lo admira y que, no obstante su poca suerte, desearía secundarlo en sus salidas al mar.
Los momentos más impactantes de la interpretación de Pagura son los que coinciden con los de mayor compromiso corporal. A diferencia de sus anteriores unipersonales, el texto queda aquí relegado a un segundo lugar. Sus palabras no llegan a la platea con claridad y el discurso del protagonista –especialmente cuando combina ensoñaciones y retazos de diálogos con personajes ausentes y presentes– no permiten al actor desplegar todas las posibilidades expresivas que, se sabe, tiene su voz. En cambio, Pagura asombra tanto por el dominio de su equilibrio como por la plasticidad de sus movimientos en la ejecución de una danza de marcados contrastes. Su personaje lucha empecinadamente por conservar el enorme pez que finalmente ha picado su carnada y, en consecuencia, el intérprete recrea su esfuerzo por mantenerse al mando de la canoa, con los pies afirmados en los bordes, controlando la pequeña estructura de base convexa que domina la escena.

 

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