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Por Cecilia Hopkins ![]() Bajo una tenue iluminación, Pagura distribuye en el espacio sus materiales de trabajo: su barca, una pequeña caja de madera y un palo de lluvia, instrumento musical que le servirá de remo y mástil, compuesto por una caña con semillas en su interior. Acto seguido, se tiende en el piso para comenzar su transformación física que concreta al tiempo que completa su sencillo vestuario. Con el rostro y el cuerpo contraídos, encarna a Santiago, el viejo pescador habanero que desde hace más de dos meses vuelve al puerto con la barca vacía. Cada día es un nuevo día, afirma el protagonista con la secreta esperanza de romper esta vez la mala racha que le ha valido el desprecio de los demás pescadores. Su altivez no le permite aceptar de los demás ninguna clase de ayuda y hasta rechaza la compañía del niño que lo admira y que, no obstante su poca suerte, desearía secundarlo en sus salidas al mar. Los momentos más impactantes de la interpretación de Pagura son los que coinciden con los de mayor compromiso corporal. A diferencia de sus anteriores unipersonales, el texto queda aquí relegado a un segundo lugar. Sus palabras no llegan a la platea con claridad y el discurso del protagonista especialmente cuando combina ensoñaciones y retazos de diálogos con personajes ausentes y presentes no permiten al actor desplegar todas las posibilidades expresivas que, se sabe, tiene su voz. En cambio, Pagura asombra tanto por el dominio de su equilibrio como por la plasticidad de sus movimientos en la ejecución de una danza de marcados contrastes. Su personaje lucha empecinadamente por conservar el enorme pez que finalmente ha picado su carnada y, en consecuencia, el intérprete recrea su esfuerzo por mantenerse al mando de la canoa, con los pies afirmados en los bordes, controlando la pequeña estructura de base convexa que domina la escena.
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