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Meg y Tom
Por Sandra Russo

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t.gif (862 bytes) Desde un primer momento es obvio que Meg y Tom –Kathleen y Joe en este caso– van a casarse, que tendrán niños rubios y que serán una de esas parejas extravagantes o extraordinarias que se amarán más a medida que vayan envejeciendo entre complicidades, chistes y ritos hogareños. En Tienes un e-mail los protagonistas no están solos ni esperando. Hay parejas anteriores, que al primer golpe de vista son correctas: el periodista intelectual y bienintencionado con el que vive la dueña de la librería infantil, y la editora ambiciosa con la que vive el dueño de la megalibrería son a todas luces adecuadas para cada uno de ellos. Cualquier agencia matrimonial los hubiese emparejado contenta. Pero Meg y Tom están alicaídos, faltantes, ausentes. Es que todavía les falta conocerse.
Los ganchos irresistibles de las comedias románticas son básicamente tres: el primero y acaso el más poderoso es que hablan de un tipo de amor esquivo en la vida real, un amor verdadero, basado en el mutuo hallazgo de “la única persona en el mundo que puede colmar tu vida de dicha”, al decir de Tom-Joe. Uno no se los imagina llegando a la instancia del divorcio ni coqueteando con terceros ni resoplando uno porque el otro lo fastidia o lo aburre. Se trata, siempre, de relaciones irreemplazables, y en las que la pasión va unida indefectiblemente al humor. Siempre hay dos que se quieren pero no se dan cuenta hasta los noventa minutos de película de que se quieren. Que se acercan, como en Cuando Harry conoció a Sally, porque los une una misma manera de encontrar absurdo el mundo, o de hacerlo soportable.
El segundo, no menos importante, es que el camino que va desde que los protagonistas se conocen hasta que advierten que están enamorados está plagado de esos equívocos que los dispensan de decir la palabra correcta en el momento apropiado –ese karma que fuera del cine carcome a todo el mundo (¿Se lo digo? ¿Cómo se lo digo? ¿Se lo digo ahora o espero un poco más? ¿Y qué le digo? ¿Le digo todo? ¿No será mucho?)– o de actuar bajo las rígidas reglas del sentido común. En Sintonía de amor, la otra película en la que Meg y Tom eran felices para siempre, ella viajaba de Nueva York a Seattle convencida de que esa voz masculina que había escuchado un par de veces por radio era la del amor de su vida, guiada por una lógica ilógica que debe ser la de los sentimientos, supone uno, turista en esos territorios.
En las comedias románticas la gente se tropieza, se atraganta, se tira el vino encima, confiesa lo inconfesable, se engripa, no se anima, llama al número equivocado, usa mal los cubiertos, se ofende, pierde el avión, choca, se olvida de tomar la píldora, llora pero se le pasa rápido, tiene la heladera vacía, se descontrola, brota o pierde a los hijos en la calle –como Michelle Pfeiffer pierde a la hija de George Clooney en Un día muy especial (después la encuentra, claro)–.
El tercer gancho, finalmente, es que el dolor en las comedias románticas, a diferencia del dolor en los dramas, es reversible. Lo irreparable no tiene lugar en el género. El tipo de sufrimiento de las comedias románticas –un sufrimiento relativo, con retorno, en todo caso articulado con un porvenir mejor– es un bálsamo ficcional que garantiza el final feliz. Por eso, que desde un primer momento se sepa que Meg y Tom serán el uno para otro forma parte del rito: saber qué va a pasar es parte de ese breve contrato con la esperanza.

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