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Por Cecilia Bembibre El féretro que encierra el cuerpo del conde Drácula es arrojado, en el siglo quince, al Mar Adriático. Más de quinientos años después el mismo ataúd encalla en las costas argentinas. No tiene mucho sentido preguntarse cómo los enemigos del Príncipe de las Tinieblas lograron una proeza geográfica (Rumania sólo tiene salida al Mar Negro), ni tampoco cuestionar porqué, de todas las playas del mundo, el vampiro eligió las bonaerenses. Lo primero que pide Drácula a sus televidentes, entonces, es que crean la leyenda: todo indica que el verdadero conde se pasea por plaza Houssay. El primer capítulo de Drácula se vio el viernes pasado, por América. La primera aparición del conde sucede durante el Mundial de fútbol de 1978. Allí, una pareja escucha, en la radio del auto, las noticias finales de la victoria. Sobre los gritos de euforia, el joven polera ajustada, peinado psicodélico exige a su novia el cumplimiento de una promesa. Vos me prometiste... ¡no quiero rascar más!, le implora. La chica está indecisa. Quiero fifar, amplía el enamorado. A esta altura, todo ha quedado claro, pero la sombra del vampiro se recorta sobre la escena. Como en un manual de película de horror, los enamorados mueren desangrados. Con una variante: la historia establece un paralelo entre el vampiro y la dictadura. Después del primer grito, la policía entra en escena disparando sin preguntar. Hacia 1999, Drácula (Carlos Calvo) ha devenido en el misterioso profesor Dreshko. Los lúgubres corredores de la Facultad de Medicina son ahora la guarida del chupasangre. Las paredes cubiertas de mosaicos son testigos, cada noche, de las sangrientas y lujuriosas cenas de Dreshko. Las víctimas son generalmente alumnas que se dejan seducir por la mirada y el status del profesor. Lourdes (Magalí Moro) es una de sus estudiantes, una chica de cuna acomodada, hija del decano de la Facultad. Dreshko se obsesiona con ella, porque ve en su rostro el de la mujer que amó en Transilvania. Zorda (Alejandro Awada), el legendario rival de Drácula es testigo, desde el manicomio en que lo encerraron, de cada peligroso movimiento del conde. Cinco siglos antes pidió a Dios vivir para destruir a su enemigo. Zorda, entonces, también vive en Buenos Aires, y persigue como un espectro a su legendario rival por callejones desiertos, esperando el momento del duelo entre el Bien y el Mal. Durante el episodio inicial, el clima de la producción fue desparejo. Una de las mejores escenas muestra el examen de Medicina que Dreshko toma a su clase. Sentada en uno de los escritorios, Lourdes mira, inquieta, en derredor. Agazapado en la mirada del profesor, el vampiro acorrala a su víctima. La música y el montaje, junto a la arriesgada dirección de Diego Kaplan construyen, sin necesidad de diálogos, una atmósfera densa, inestable. Los alumnos se revuelven en las sillas, se percibe su intranquilidad, escrutados sin saberlo por los ojos del monstruo. Hay otros momentos en los que el personaje de Calvo no alcanza las sutilezas que el rol exige, limitado quizás por el énfasis que se puso, al menos en este primer episodio, en el hambre sexual del conde. Un enfoque que se aleja de la visión del vampiro como un ser atormentado por su propia condición, ambiguo, lánguido y cruelmente refinado. La primera superproducción del año se estrenó, el viernes pasado, anticipada por una exhaustiva campaña promocional. Que incluyó, esa misma noche, un especial sobre el cine de vampiros (Alucine) y varios minutos de Yo amo a la TV, el ciclo que siguió a la miniserie, aunque los participantes no ahorraron críticas sobre el nuevo plato fuerte de América.
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