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Terror

Por Antonio Dal Masetto

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t.gif (862 bytes) Esta noche, en el bar, el tema son las cosas que producen terror. Cada uno tiene su talón de Aquiles. Claustrofobia, hidrofobia, el espanto de las pesadillas. El parroquiano Alcides escucha pero no interviene en la charla. Está inquieto, va y viene a lo largo del mostrador. Por fin dice:
–Ustedes hablan mucho, pero el verdadero terror es cuando tu esposa, tu novia o tu amante viene y te dice: “Tenemos que hablar”. Ese es el padre de todos los terrores. Y eso es lo que me está pasando a mí. Esta mañana cuando salía para el trabajo mi mujer dijo: “Cuando vuelvas tenemos que hablar”. La frase me tuvo loco todo el día. ¿Para qué tendremos que hablar? No sé qué hacer. En una hora tengo que estar en casa para la cena. Me da pánico. No quiero volver.
Lo rodeamos. Tratamos de calmarlo y darle una mano. Le decimos que alguna vez todos estuvimos ahí, en el momento del “tenemos que hablar”.
–Pensé en escapar –dice Alcides.
–No hay que apurarse con las decisiones –lo aconseja el parroquiano Pedro–. Conocí el caso de uno que escapó, un peluquero de Goya, Corrientes. Una mañana la esposa se asomó a la puerta de la peluquería y le dijo: “Después tenemos que hablar”. El hombre cerró el boliche y empezó a caminar. No se supo nada de él durante meses. Finalmente encontraron su cuerpo barrido por el viento cerca de Puerto Pirámide, en la provincia de Chubut. Lo identificaron por el peine y las tijeras que llevaba en el bolsillo.
–Van a ser las ocho –dice Alcides mirando el reloj–. ¿Qué hago?
–Quisiera contarle mi experiencia personal –dice el parroquiano Leopoldo–. Como todos los presentes, también yo pasé una vez por la angustia de esa frase. No me animé a enfrentarla, abandoné la vida civil y me hice cura. Me destinaron a un pueblito en el norte. Creí que estaba a salvo, pero fueron años de suplicio. Cada día, al entrar en el confesionario, tenía la certeza de que en lugar de los feligreses confesándome sus pecados aparecería la voz de mi novia diciéndome: “Acordate que tenemos que hablar”. Pedí traslados a sitios cada vez más perdidos y lejanos. Pero la amenaza me persiguió siempre. Todavía hoy me acuerdo y me persigno.
–Podría tratarse de un reclamo. Podría tratarse de una confesión que no quiero escuchar –dice Alcides–. También podría tratarse de una buena noticia. Aunque, pensándolo bien, las buenas noticias no se dejan para después. Soy un nudo de angustia.
–Yo tengo el caso del tipo que cuando su mujer le dijo que tenían que hablar se enfermó y lo internaron –dice el parroquiano Manolo–. En la cama del hospital el hombre deliraba y veía a la esposa disfrazada de enfermera, de médico, de camillero. No lo soportó y se tiró por la ventana. Era un piso alto. Lo cubrieron de yeso. Sólo quedaban a la vista los ojos y la boca. Ya no podía oír. Entonces, su mujer disfrazada se le aparecía con un pizarrón donde escribía: “Tenemos que hablar”. El pobre empezó a retroceder dentro del yeso, se fue achicando cada vez más y se extinguió como un animalito en cautiverio.
–No sé qué hacer –dice Alcides.
–Yo pertenezco al grupo de los fugitivos –dice un parroquiano que es nuevo en el bar–. Hace dos meses mi mujer me sentenció con la famosa frase y me mudé a un hotel. Desde entonces vivo huyendo. Invento estrategias para no dejar huellas. Cambio de boliche todas las semanas. Voy eligiendo los boliches en zigzag, para despistar. Pero nunca consigo tomar una copa tranquilo. Me siento como el sueco Ole Andreson, el personaje de Los asesinos de Hemingway. Todo el tiempo tengo la impresión de que en cualquier momento va a entrar por esa puerta para decirme: “Tenemos que hablar, Juan”.
Las palabras del parroquiano fugitivo resuenan igual que un trueno en una noche estrellada. Pegamos un salto hacia atrás como si acabáramos de pisar una víbora y durante un rato largo nadie habla.
–Voy a bajar un poco las luces para que no se vea tanto desde afuera –dice el Gallego a media voz.
Ahora, en el bar, hay un estado general de alerta y todas las miradas permanecen clavadas en la puerta.

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