El enemigo interno Por James Neilson |
Los desafíos planteados a la democracia argentina por Aldo Rico y Mohamed Alí Seineldín sirvieron para fortalecerla: parecieron confirmar el mito fundacional de la nueva etapa según el cual todo dependería del resultado de una lucha entre militares malos y civiles buenos, lo cual era una mentira antes de 1983 muy pocos dirigentes civiles habían luchado por la democracia pero que por lo menos contribuyó a legitimar el sistema y dar cierto prestigio a una clase política de antecedentes lamentables. En cambio, el desafío que acaba de plantearle a la democracia el presidente Carlos Menem es mucho más serio. Ya no es cuestión de una lucha de uniformados violentos contra los amantes de la paz y de la vida sino de políticos civiles de actitudes nada democráticas contra los comprometidos, aunque sólo fuera por motivos coyunturales, con el imperio de la ley. Si en las próximas semanas los primeros se imponen, para que el país consiga volver al Estado de Derecho será necesario mucho más que una eventual derrota menemista en las urnas. A menos que los responsables de lo que es un intento patente de subvertir la Constitución sean sometidos a juicio político, la Argentina continuará hundiéndose cada vez más en las aguas traicioneras de la ajuricidad. El país se apartó repetidamente de la democracia después de 1930 porque buena parte de sus habitantes se resistía a respetar los límites fijados por la Constitución. Algunos por impaciencia, otros por amor a una fantasía totalitaria de origen marxista, fascista, nacionalista o católica, muchos por no creer en la legalidad, los más daban por descontado que en circunstancias determinadas era legítimo mofarse de las reglas. Fue debido a la cultura cívica así supuesta que las Fuerzas Armadas terminaron convirtiéndose en el núcleo de un partido informal que en diversas oportunidades pareció ofrecer una alternativa práctica a las organizaciones civiles. Cuando la ciudadanía finalmente repudió a los militares, lo hizo no por principio sino por asco y temor. Aunque las Fuerzas Armadas, aleccionadas por los desastres que protagonizaron, se han profesionalizado, la tradición antidemocrática que cada tanto las invitaba a inmiscuirse en política todavía no está muerta. Los políticos oportunistas, los obsecuentes vocacionales y los obsesionados por la profundización del modelo que conforman la troupe reeleccionista están resueltos a mantenerla viva y, si bien constituyen una minoría, algunos miembros ocupan puestos estratégicos desde los cuales podrán causar mucho más daño a las instituciones que cualquier banda de soldados embadurnados.
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