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Dormir al sol

Por Juan Forn

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t.gif (862 bytes) Alguna vez escribió: “El único encanto de la gente rica no es la plata; no hay que olvidar los factores imponderables”. La línea es perfecta (compárese con el burdo intercambio entre Scott Fitzgerald y Hemingway: “Los ricos son diferentes”; “Sí, tienen más plata”). Es perfecta. Y es, también, Bioy puro: con la dosis justa de seriedad desesperada, tan al fondo de la impecable ironía que pasaba casi inadvertida. Por esta clase de frases Bioy fue, para muchos, durante mucho tiempo, un escritor leve: esclavo, a pesar de su genio, del diletantismo de su clase. La plata por encima de los imponderables, para seguir su razonamiento. Él mismo alimentaba el mito: “Soy lerdo. Y además soy perezoso”, repetía.
Probablemente fuese un maestro en el arte de perder el tiempo. O, mejor, de distraerlo: con mujeres, viajes, deportes, cine, más mujeres (“Por mal que hable un hombre de las mujeres, siempre deberá agradecerles eso: el haberlo librado de los terrores. El hombre debe aprenderlo todo. En la mujer obran casi intactos los defectos y las virtudes del instinto; cada una hereda la experiencia acumulada desde el origen del mundo”). El pequeño detalle a tener en cuenta: nadie como él, en toda la literatura argentina, supo poner en palabras ese ejercicio distraído de la futilidad. Hay mil ejemplos a lo largo de su obra (“Una de mis ilusiones desde muy joven era la de poder tener varios destinos. Quería postergar el momento en que fuera solamente una persona”; “A veces creo que en los países debería existir una lotería en que participara automáticamente la totalidad de la población. Saber que en algún momento nos puede tocar un premio hace más llevadera la vida”; “La huida sin miedo es difícil; con miedo, imposible”; “Poner atención es el peor sacrificio que se puede pedir a hombres y a bestias”); basta uno solo, insuperable, con el que tituló una de sus mejores y menos citadas novelas: “Dormir al sol”.
Le había tenido tanto pánico a la vejez en ese impenitente ejercicio de los pequeños placeres que fue su vida (cuando le preguntaron en 1971 si habría un arte de envejecer, contestó: “El que yo conozco es el de una persona atada a un poste, a la que arrojan piedras. El arte de evitar cascotazos y prolongar la agonía”) que le sorprendía la gentileza generalizada con que seguía tratándolo todo el mundo, a pesar del paso de los años. “¿Sabrán que escribí un libro en que los jóvenes matan a los viejos?”, se preguntaba. Sabían; al menos algunos lo sabían. Lo que pasaba es que Bioy no manifestó nunca, o supo disimular muy bien, las actitudes que tanto le alarmaban de la vejez: ninguno de los viejos de Diario de la Guerra del Cerdo se le parecen siquiera remotamente.
Durante mucho tiempo sintió que se menospreciaba un poco su obra; desde la muerte de Borges y Cortázar empezó a sentir que se la sobrevaloraba. Decía que dar reportajes era “como mostrar borradores” (hay, en ese sentido, una desafortunada correspondencia entre la difusa brevedad de los últimos libros que publicó y la gran cantidad de entrevistas que concedió). Varias veces mostró esa perplejidad característica del hombre de otro tiempo o de otro lugar por el hecho de que en este país la gente se acuerde más de lo que dice un escritor en un reportaje que de lo que escribe en sus libros (quizá porque en los reportajes “no sólo repetimos las anécdotas y las observaciones, sino que nos resignamos a repetirlas, a verlas llegar inevitablemente, como tesoneros caballos de calesita”). Había visto lo que le pasaba a Borges; después le llegó el turno a él: cada vez que se acordaba de aquellas declaraciones cuando dijo que estaba dispuesto a “esperar el fin del mundo sentado en la sala de un cinematógrafo”, se reía con esa especie de alarma que tenía para reírse de sí mismo, pensando que más de una de sus necrológicas repetirían puntualmente “aquella chambonada”, como si hubiera hablado de su muerte y no de la muerte del mundo (e incluso de la muerte de todo el mundo menos él, que estaría distraído mirando una película).
En un solo terreno transgredía Bioy esa discreción y ese pudor que eran su marca de fábrica (al menos hasta la catarata de reportajes a los que aceptó someterse en los últimos tiempos): cuando contaba sueños. “Los sueños son un consuelo para la brevedad de la vida. Con ellos tengo la impresión de que mis días son casi dobles”, dijo en 1988. Uno se lo imagina, después de la muerte de Borges, de Silvina, de su hija, de casi todos sus amigos; uno se lo imagina a Bioy yéndose a dormir cada noche y no puede evitar pensar que ojalá se cumplan algún día las últimas líneas de La invención de Morel: “Al hombre que, basándose en este informe, invente una máquina capaz de reunir las presencias disgregadas, haré una súplica. Búsquenos, a Faustine y a mí, hágame entrar en el cielo de la conciencia de Faustine. Será un acto piadoso”.

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