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Heridas

Por Juan Gelman

t.gif (862 bytes) "Adoro la guerra. Es como un gran picnic sin la falta de motivos de los picnics", escribía Francis Grenfell a su primo Julian poco antes de caer en el campo de batalla. Era oficial de caballería, fue el primero en recibir posmortem la Victoria Cross en la guerra mundial I y su familia perdía con él a cuatro de sus miembros en el año inicial de esa conflagración. Entonces se creía que la guerra era una cuestión personal y que en ella se probaban el coraje de cada quien y su temple ante la muerte. Hacía siglos que existía el combate cuerpo a cuerpo, pero a fines de 1914 comienzan los bombardeos aéreos británicos sobre Alemania, el 31 de mayo de l9l5 Londres es bombardeada por primera vez desde los zepelines del Káiser, los aviones ametrallan a la infantería enemiga, y cambia el carácter de la guerra: se tecnifica y desplaza el papel del factor individual.

Los bombardeos a la población civil cambian algo más: el acto personal y privado de la muerte puede tornarse público y masivo, como en los tiempos de la Muerte Negra que en el siglo XIV segó un tercio de la población de Europa. Con una enorme diferencia: la enfermedad es obra de la Naturaleza. Hiroshima y Nagasaki son fábricas del hombre.

¿Era inevitable que se arrojaran bombas atómicas sobre el Japón? La pregunta, comprimida por capas sucesivas de hechos bélicos --la guerra de Vietnam, la del Golfo-- tiene débil la voz en Estados Unidos. En general se acepta y aprueba la tesis oficial: había que lograr la rendición incondicional nipona cuanto antes para ahorrar vidas norteamericanas. Es verdad que el ejército estadounidense había sufrido muchas bajas al recuperar Luzón y ocupar las islas de Iwo Jima y Okinawa. No es menos cierto que el Japón, debilitado por los nutridos bombardeos aéreos y navales y por un bloqueo marítimo asfixiante, no estaba ya en condiciones de infligir al enemigo grandes pérdidas. A esa conclusión llegó el profesor John R. Stakes (La invasión del Japón: una alternativa a la Bomba, 1994) después de haber estudiado a fondo los planes yanquis de invasión y los japoneses de defensa.

En La bomba atómica y la finalización de la guerra mundial (1966), Herbert Feis, asesor en economía del Departamento de Estado durante muchos años, propone otra alternativa: "¿Qué hubiera sucedido --dice-- si el gobierno de EE.UU. hubiera revelado los resultados del ensayo atómico en Nuevo México a los japoneses (y al mundo entero)?". Esa información, las fotografías de la explosión y del hongo atómico, y el testimonio de científicos acerca del poder destructor de la bomba, ¿no hubieran podido --agrega Feis-- junto con "la explicación de que era nuestro propósito ahorrar a los japoneses todo eso, tener el efecto suficiente para que el emperador destituyera a los jefes militares opuestos a la rendición? Si lo hubiéramos hecho, podríamos haber evitado la necesidad de introducir armas atómicas en el conflicto. En el caso eventual de que los japoneses no cedieran ante esa explícita advertencia de lo que les iba a ocurrir si rechazaban nuestro ultimátum, nosotros, como pueblo, estaríamos más libres de pesadumbre --no diré remordimientos-- por la necesidad de inscribir Hiroshima y Nagasaki en los anales de la historia". Feis ha sido uno de los escasísimos funcionarios de Washington que han pensado la catástrofe atómica desde un plano moral.

En 1995, quincuagésimo aniversario del fin de la guerra mundial II y del lanzamiento de la atómica, el Museo del Aire y del Espacio del Instituto Smithsoniano de Washington preparaba una exposición sobre el tema, basada en documentación histórica. Los veteranos de guerra, temerosos de que la muestra sugiriera que Estados Unidos había actuado impropia y aun criminalmente al usar bombas atómicas, ejercieron tales protestas y presiones que el director del Instituto, Michael Heyman, resolvió purgarla de elementos irritantes. El director del Museo, Martin Harwit, renunció, y la exposición fue apenas celebratoria: entre otras cosas se exhibía el bombardero B-29 "Enola Gay" --perfectamente restaurado por los curadores del museo-- desde el cual se arrojó la bomba sobre Hiroshima. Un cartel mural explicaba que aunque la bomba "causó muchas decenas de miles de muertos...logró la inmediata rendición del Japón". La cuestión engrosa el ya abultado rubro de responsabilidades imposibles en EE.UU.

Después de las atómicas, cayó sobre el Japón un silencio prolongado acerca del cataclismo. El Nobel nipón Kenzaburo Oé recuerda que los diarios más importantes de Hiroshima no tuvieron durante 10 años los tipos movibles necesarios para imprimir las palabras "bomba atómica" y "radiactividad". En 1954, la tripulación de un pesquero japonés estuvo expuesta a la precipitación radiactiva provocada por un ensayo nuclear yanqui en el Pacífico, y ese hecho marcó el inicio del movimiento por la paz más amplio y vigoroso del mundo. Como explicara Oé en carta a Vargas Llosa: "Hoy el Japón sufre sus heridas --unas heridas que no se han cerrado y siguen sangrando-- en la propia vida del pueblo". Ha pasado más de medio siglo desde la "hazaña" ésa.

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