TODO
SE PIERDE |
Hace poco más de un año caminaba por el barrio de La Recoleta
de Buenos Aires. Súbitamente me topé con el venerable anciano que revisaba los
periódicos de un quiosco, sentado en una silla de ruedas y custodiado por una enfermera
de gesto impasible. Me acerqué evitando la mirada de la enfermera y lo saludé:
¿Cómo está, Bioy?. Me miró con sus ojos azules intensos, arrugó la frente
para ordenar su galería de recuerdos y respondió: Regular, muchacho, ¿y
tú?. Por cortesía debí contestarle que bien, pero una elemental ética impide
mentir a un maestro, de tal manera que, siempre evitando la mirada de la enfermera, le
dije que estaba mal, un poco triste, porque cada vez que visitaba Buenos Aires, Santiago o
Montevideo encontraba menos bares, menos librerías, menos rincones queridos que en la
visita anterior. Bioy suspiró, se miró las largas, elegantes y bellas manos, y comentó:
Todo se pierde. Todo se pierde, el Cono Sur es un interminable inventario de
pérdidas. Bioy también nos pierde y lo perdemos. Ahora sólo existe en el recuerdo y en
la patria común de la imaginación, esa misma imaginación que inventó a Morel o al
épico fotógrafo del Río de la Plata.
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