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Hace apenas diecisiete años atrás la Argentina era dirigida por una junta militar, cuyos predecesores habían llevado a cabo una vil guerra sucia en su propio país, y que se aprestaba a invadir las islas Malvinas. Afortunadamente, la invasión fue derrotada, la junta colapsó, cayó en una ignominia doblemente merecida, y se restauró la forma de gobierno electoral. Actualmente la Argentina es una democracia en pleno funcionamiento. Es una lástima que el presidente Carlos Menem, quien hizo tanto por mantenerla, esté actuando ahora de una forma que pone la democracia argentina en peligro. Los servicios que el señor Menem prestó en el pasado son innegables. Elegido en 1989, heredó una hiperinflación. Eso sólo podría haber llevado a una nueva dictadura. En cambio, su gobierno, al crear una nueva moneda, firmó la carta de defunción de la inflación. Menem heredó una economía con excesivos controles estatales. Su gobierno privatizó o liberalizó la mayoría. Cuando los bancos argentinos fueron sacudidos por la crisis mexicana de 1994-95, su gobierno tomó medidas para reforzarlos y regularlos, de forma que no volviera a ocurrir una situación similar -otro riesgo para la democracia. De hecho, no se repitió la situación ante la crisis de Brasil. Menem puso de rodillas a las Fuerzas Armadas, que aún mostraban los dientes cuando él asumió el poder. Concedido, fue necesario dar una amnistía a los crímenes pasados, pero era negocio en ese entonces. Actualmente, los entonces amos del país se subordinan, sirven al gobierno electo (y no por recibir prebendas, tropas innecesarias o armas increíbles). En el exterior, Menem estrechó relaciones con Estados Unidos, llevó a la Argentina a formar el bloque comercial del Mercosur, y resolvió los últimos conflictos limítrofes con Chile. Y, aun sosteniendo los reclamos de su país en relación con las Malvinas, trabajó duro para construir una amistad con Gran Bretaña, cuyo Príncipe Carlos visitó la Argentina esta semana. Estos son antecedentes sólidos. Pero Menem dejó que sus ambiciones los arruinen en los últimos meses. Fue elegido en 1989 por seis años, no renovables (como es costumbre en América latina). No sin razón, logró modificar la Constitución por mecanismos democráticos para presentarse a un nuevo período de cuatro años, en 1995. Ganó. Ahora, en un año electoral, le gustaría lograr un tercer mandato consecutivo. No habría problema, excepto que la Constitución lo prohíbe. Entonces, Menem ha permitido (muchos dirían alentado) a su entorno buscar toda forma imaginable para escurrirse por esa barrera. Esto no es nada razonable. Gusten o no los límites temporales, existen tanto en la Constitución argentina como en la de Estados Unidos. Más que frenar los intentos de sus seguidores, Menem osciló como un péndulo, a izquierda y derecha, alrededor de la posibilidad de presentarse otra vez. Hace dos semanas dijo tal vez, después súbitamente dijo de ninguna manera. La semana pasada, un juez federal antes de pronunciarse sobre la cuestión de fondo dijo que Menem podía, al menos, presentarse en las internas del Partido Justicialista. ¿Lo hará? ¿No lo hará? Menem sigue coqueteando. Aun si improbablemente todo esto son maniobras para mantenerse como jefe de su partido, preparándose para presentarse (legítimamente) para la elección presidencial del 2003, sigue siendo profundamente irresponsable. La restaurada democracia argentina aún está en formación. Muchos votantes ven con desconfianza al Poder Ejecutivo nacional y local, como corrupto, y a sus legisladores y cortes judiciales como (en el mejor de los casos) influenciables. Todo esto sería perjudicial aun si los tres poderes fueran inmaculados. Ya hay una gran discusión sobre un golpe constitucional, y sobre un posible juicio político al juez amigo de Menem. La situación podría empeorar si Menem consigue apoyo judicial para ser candidato, o si intenta una nueva enmienda constitucional. Ninguna ambición debería poner en peligro las instituciones democráticas.
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