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Por Diego Fischerman Viví al revés: nací viejo y ahora soy joven, decía Sir Yehudi Menuhin a los 80 años, mientras tomaba mate en la pausa de un ensayo con la Filarmónica de Buenos Aires. Tal vez se refería a una infancia en la que el primer concierto con una orquesta importante llegó a los 7 años o a una madre omnipresente que cuidaba que nada del mundo lo tocara. Una madre capaz de encarnar a todas las madres judías del mundo cuando, a los 99 años, hablaba de su hijo de 80 como de un chico al que tengo que estarle encima todo el tiempo. Quizás se refería a la juventud encontrada en el yoga, en el vegetarianismo y en una apertura mental que lo llevó a militar activamente por los derechos humanos y a tocar el violín junto al sitarista indio Ravi Shankar o el famoso violinista de jazz Stéphane Grapelly. Yehudi Menuhin, cuyo nombre significaba simplemente el judío, era violinista y director de orquesta. Béla Bartók y Ernst Bloch compusieron para él. Fue además un humanista y creía que la educación es una de las maneras de no discriminar, de respetar a los niños y de que los mayores puedan transmitir lo que saben. Yehudi Menuhin, el músico que provocó uno de los mejores chistes de Albert Einstein (al escucharlo compruebo que hay un dios en el cielo), canceló, por primera vez en su vida, un concierto que debía dirigir en Berlín el martes pasado. Ayer, a la madrugada, murió de una crisis cardíaca en el hospital Martin Luther de esa ciudad. Nacido el 22 de enero de 1916 en Estados Unidos, hijo de inmigrantes rusos judíos, tuvo su primer violín a los 4 años. El que utilizó hasta ayer, un Stradivarius modelo Princess Klevenhueller construido por el célebre artesano en 1714, le fue obsequiado a los 12 por un matrimonio de millonarios neoyorquinos. Los Goldman habían asistido a un concierto del niño prodigio y decidieron que debía tocar con el mejor instrumento que existiera. Recurrieron entonces al coleccionista más reputado de Estados Unidos y compraron para el joven lo mejor que éste pudo ofrecerles. Desde ese momento hasta su muerte, a los 83 años, su carrera tuvo una coherencia notable y no sólo en relación con los aspectos musicales. Menuhin fue, por ejemplo, uno de los que más luchó para que fuera liberado el pianista Miguel Angel Estrella, secuestrado por la última dictadura argentina. Antes, durante la Segunda Guerra Mundial, había dado más de 500 conciertos ante las tropas aliadas, para fortalecer su moral. Y en 1945, con la guerra recién terminada, tocó frente al que había sido el campo de concentración de Bergen-Belsen, con la Filarmónica de Berlín dirigida por Wilhelm Furtwaengler, el mismo a quien las autoridades de la ocupación aliada sindicaban como colaboracionista. Eso no tuvo nada que ver con la política explicaba Menuhin a Página/12 en una entrevista concedida en 1994 sino con la solidaridad, con un acto de humanidad hacia un colega. Las cosas no eran tan simples; la mecánica de la guerra hace que todo se vea en blanco y negro y la realidad no es así. Furtwaengler era un aristócrata, un viejo maestro, y había apoyado a Hitler pensando que defendería las grandes tradiciones musicales alemanas. El no sabía lo que pasaría después y, de hecho, intentó, mientras estuvo al frente de la Filarmónica de Berlín, salvarle el trabajo y la vida a los músicos judíos que formaban parte de ella. Yo no puedo asociar a Hitler con Furtwaengler, que fue uno de los grandes músicos de todos los tiempos, ni a la Filarmónica de Berlín con el nazismo. Recordado por sus versiones antológicas de las sonatas de Beethoven junto al pianista Wilhelm Kempff o por su grabación del segundo concierto de Bartók, ya a los 16 años había sido el solista, dirigido por el propio autor, del Concierto de Edward Elgar. Apadrinado artísticamente por directores de la talla de Adolf Busch, Arturo Toscanini y Georges Enesco, Menuhin ya era, en los años 30, uno de los intérpretes más importantes de la escena de la música clásica. Su perfil de músico preocupado por el destino de la humanidad hizo que se lo asociara, casi inevitablemente, a eventos cargados de simbolismos. Fue el primer judío en tocar en Alemania después de la guerra, el primero en tocar música alemana en Jerusalén, el encargado de dirigir el concierto de unión de las dos Alemanias, después de la caída del muro y, también, en su carácter de decano entre quienes habían tocado con ella, el concierto del centenario de la Filarmónica de Berlín. Allí protagonizó una especie de chiste. Después de bromear con el público acerca de que los directores siempre le daban la espalda, se acostó sobre el podio, boca abajo y mirando a los asistentes, mientras dirigía el comienzo de la Sinfonía Nº 5 de Beethoven con los pies. Alardear con sus capacidades físicas, en todo caso, era algo que no le desagradaba. Como cuando se paró sobre su cabeza delante de la Reina de Inglaterra, para demostrarle las ventajas del yoga. Yehudi Menuhin, que había ganado el Premio Príncipe de Asturias hace dos años y era Lord desde 1992 (con el nombre de Barón Menuhin de Stoke DAbernon en el Condado de Surrey), además de ser uno de los más famosos violinistas del siglo, había fundado los festivales y academias de Bath y Gstaad (donde el argentino Alberto Lisy fue su discípulo y continuador) y era el Director Presidente de la Royal Philharmonic Orchestra de Inglaterra, con la que vino a Buenos Aires en 1995 y se dio el lujo de estrenar en Argentina dos obras contemporáneas: la Obertura El tiempo y el cuervo del inglés Peter Maxwell Davies y Nostalghia, del japonés Toru Takemitsu. Esa pasión por hacer música escrita en este siglo no lo abandonó nunca, hasta el punto que en su último concierto, el sábado pasado, junto a una sinfonía de Felix Mendelssohn, condujo obras de Sergei Prokofiev y Alfred Schnittke, el recientemente fallecido adalid del posmodernismo ruso. Su biografía, en todo caso, es la biografía del siglo. No hubo director ni compositor importante con quien no tratara. Autodefinido como neutral ardiente, había conocido a Pndit Nehru (mi maestro) y sus preocupaciones en los últimos tiempos tenían que ver, además de con la música, con su función de Embajador de Buena Voluntad de la Unesco.
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