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A la espera

El autor, Ariel Dorfman, confiesa haber desarrollado una febril, imperdonable manía por los noticieros ingleses: cada mañana, antes de que salga el sol, se despierta para escuchar la BBC y saber qué pasa con el caso Pinochet.

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Por Ariel Dorfman*

t.gif (862 bytes)  Desde hace meses me estoy despertando un poco antes de que salga el sol. A lasna18fo03.jpg (13377 bytes) 4.48 de cada mañana, para ser preciso. Es algo que me pasa día a día desde que detuvieron al general Pinochet: automáticamente se me abren los ojos a esa hora insana y prendo la radio en el silencio de mi casa de Carolina del Norte en Estados Unidos y, sobreponiéndome a las imprecaciones impublicables de mi indignada mujer, espero con ansias el noticiero que la BBC de Londres transmite a las cinco de mi hora norteamericana, diez de la mañana hora inglesa. Algún reloj interior compulsivo me exige escuchar la última noticia, tengo que ser el primero en saber el destino del dictador. Y mi obsesión empeora con los días que pasan y se prolongan, con estos malditos y quizá benditos Lores ingleses que van eternizando su decisión, que no anuncian todavía si procede o no la extradición de Pinochet a España, una espera que se estira y se vuelve a estirar.

Hay algo maravilloso en esta espera y también algo malsano, acaso hasta enfermizo.

Empecemos por la maravilla. Qué alegría imaginar a Pinochet escuchando el mismo noticiero que yo sintonizo, pensarlo encerrado, levantando la mirada y viendo el prado tan británico y tan frígido de su mansión en las afueras de Londres, saber a Pinochet escarnecido por el planeta entero, Pinochet en manos de una justicia que él despreció siempre, pidiendo para sí garantías que él nunca concedió a ni una de sus víctimas. Es una alucinación absurda la mía, porque el general no debe escuchar la BBC ni tampoco sabe inglés, pero me conforta la idea de que si yo estoy inquieto, él lo tiene que estar aún más, me gusta conjeturarlo rodeado, sin que lo alcance a comprender, de los fantasmas de los hombres y mujeres que mandó matar. Me encanta pensar que éste es un regalo de Chile a la humanidad, un modo de devolver tanta solidaridad que se nos ofreció, que sea nuestro dictador el que facilite este inmenso salto adelante para la especie y su búsqueda a tientas de un nuevo tipo de jurisprudencia internacional, Pinochet como tan sólo el primero de tantos otros que deberán, en los años venideros, ser sometidos a juicio. O que, por lo menos, nunca más viajarán tan campantes a tomar té con Margaret Thatcher.

Mi júbilo tiene, además, una fuente más personal y hasta literaria.

Hace 25 años que me estoy preparando para este juicio, hace 25 años que sueño con esta posibilidad, interrogando al general en mi mente porque no podía interrogarlo en la realidad, mordiéndome la lengua y remordiéndome la conciencia, forzándome a aceptar que nunca tendría él que responsabilizarse del sufrimiento que causó, consolándome con que éste era el precio que teníamos que pagar para que recuperáramos nuestra democracia.

Deseaba yo con tanta desesperación este proceso a Pinochet y a sus diecisiete años de terror que lo profeticé, lo fui anticipando en mis escritos. Imaginé a una mujer, Paulina, que cree reconocer al hombre que la violó y torturó durante una dictadura demasiado parecida a la chilena. Hice que mi protagonista, tan consciente como yo de que el nuevo gobierno democrático tenía las manos atadas, secuestrara a ese hombre y lo sometiera a juicio en su casa, lejos de los ojos del mundo. Le di rienda suelta a mi Paulina, permití que ella le dijera a él todas las cosas que yo le hubiera dicho al general, que tantos hubiéramos gritado por las calles de Santiago si no hubiéramos sofocado nuestra esperanza y censurado nuestras palabras, si no hubiéramos temido desestabilizar la transición y provocar al monstruo.

Y, sin embargo, por mucho que dejé que mi imaginación se liberara, por mucho que saboreé la puesta en escena de una sociedad que invierte su estructura de poder, donde los perseguidos de ayer se transforman en los cazadores de hoy, aun en una obra teatral en que el autor supuestamente escribe lo que le da la gana, me encontré a regañadientes empujando a Paulina a una solución que ni ella ni yo queríamos y que no obstante parecía esperarnos inevitablemente, a ella y a mí y al pueblo de Chile. Tuve que rematar mi juicio imaginario en un desenlace que tomaba en cuenta la realidad de Chile y del mundo: mi protagonista, después de haber intentado restaurar alguna medida de justicia a una sociedad degradada, se encontró, al final de cuentas, en una sala de concierto donde tenía que cohabitar con el doctor que le había hecho un daño irreparable, tenía que respirar el mismo aire que él y escuchar a su lado la misma música hermosa de Schubert, ambos compartiendo el mismo país desdichado y pacífico y mentiroso. En La muerte y la doncella, escrita en 1991, apenas comenzada la transición, no podía yo, como no podía tampoco Paulina, imaginar otro final. Y cuando filmamos la película con Polanski cuatro años más tarde, de nuevo se impuso la misma solución en la que víctimas y verdugos conviven lado a lado incómodamente.

No estaba yo haciendo más que representar la tragedia de mi país y de tantos otros países de nuestro siglo impune, el hecho de que no podíamos enjuiciar a los torturadores.

En el caso de Chile, ése fue el pacto implícito que habíamos firmado, el consenso precario al que habíamos llegado. Nuestra ambigua libertad dependía de nuestra capacidad de tolerar la sombra del dictador, coexistir con su presencia y, de hecho, su omnipresencia. Coexistir con sus amenazas, con su incesante asalto a la memoria, con su exigencia de que las Paulinas de nuestro Chile fueran silenciadas y excluidas. Coexistir con sus nalgas firmemente, amargamente, instaladas en un sillón del mismo Senado que él mandó cerrar.

Ese inestable equilibrio que se había negociado en mi país es el que se rompió con la detención del dictador en Londres. Muchos me han comentado que era como si Paulina, a la manera de las doncellas de antaño, hubiera encontrado el amparo de príncipes justicieros: ante la insuficiencia de la comunidad chilena para enfrentar los crímenes cometidos, España e Inglaterra, actuando en nombre de la humanidad herida, en nombre de las Paulinas del mundo, terminaban haciendo justicia.

Sería estremecedor, por eso, que los Lores devolvieran el dictador a Chile, sería como si toda esta maravilla no hubiera sido más que un sueño trunco, un interludio donde por unos meses nos creímos el cuento de que no hay impunidad, para despertar y ver a Pinochet a nuestro lado en la sala de conciertos, en el Senado, en las calles de Santiago, esa injuria, esa burla.

Así que despierto cada mañana tempranito y espero el veredicto. Espero que el sueño nunca se interrumpa. Espero, como Paulina, que mis ojos se abran y vea al dictador todavía preso.

Pero esa espera al lado de la radio es también, como yo mismo lo afirmaba, malsana y quizás enfermiza.

Porque me encuentro escuchando una radio extranjera para saber el destino de mi patria. Porque el juicio de Pinochet en otro país nos quita a nosotros la necesidad de enfrentar su procesamiento en casa, nos deja a solas con su sombra en vez de reconocer la presencia intolerable de su cuerpo. Porque es siempre más saludable y hasta más fácil luchar contra los cuerpos que desterrar y exorcizar las sombras. Porque me siento más pasivo que antes, más preocupado de Londres que de Santiago, demasiado dependiente de la madrugada de los Lores y la BBC y la lejanía.

Esto no significa que no vaya a dar saltos de regocijo y alaridos de contento, despertando a mi pobre mujer y a mis atónitos vecinos, si el día de mañana esa voz británica calmada y meticulosa anuncia que procede la extradición del general Pinochet, si los jueces en Londres anuncian al mundo de que toca a la humanidad juzgar los crímenes contra esa humanidad.

Pero a la vez sabré, mientras celebro, que queda todavía algo más urgente, urgente e impostergable: tenemos que encontrar el modo de enjuiciar nosotros mismos al general. Si lo devuelven a Chile, será una exigencia que nadie podrá ignorar. Después de tanta promesa de nuestro gobierno democrático de que hay condiciones para juzgarlo en nuestras cortes, sería una vergüenza que quedara libre, seríamos el hazmerreír del planeta. Pero yo siempre he pensado que es más importante otro tipo de juicio, y éste sí que no depende de la voluntad del gobierno o de la cooperación de la derecha pinochetista.

No necesitamos permiso de nadie para llevar a cabo el juicio más doloroso de enfrentar al tirano en nuestra conciencia, en la Corte interior de cada chileno. Es una tarea pendiente, lo que le debemos a la historia, una tarea que hay que realizar sea cual fuera el resultado del proceso que se realiza en Londres, sea que lo manden a Madrid o lo dejen libre.

Hagan lo que hicieran los Lores, digan lo que dijeran las cortes de España, la responsabilidad última tiene que ser nuestra.

O nunca nos saldremos de la oscura órbita en que el general Pinochet nos tiene atrapados, la oscura y enferma órbita de su recuerdo y su poder en que seguimos atrapados.

* El último libro del escritor chileno Ariel Dorfman es Rumbo al Sur, Deseando el Norte, en el que se cuenta cómo sobrevivió a Pinochet.


Las dos decisiones políticas del Vaticano

 

Por Enrique Marí

t.gif (862 bytes) 1. En muy poco tiempo el Vaticano adoptó dos decisiones de carácter político-ideológico que han causado estupor e indignación: la primera es la mediación de Roma a favor del ex dictador Augusto Pinochet destinada a influir en el Parlamento inglés, evitando su extradición pedida judicialmente por el juez Baltasar Garzón en España; la segunda, del mismo contenido que la primera, es propiciar la santificación de Héctor Valdivieso, un sacerdote argentino fusilado en 1934 en Asturias, en episodios previos a la Guerra Civil española. En el primer caso la Santa Sede adujo razones humanitarias y, en el segundo, la condición de mártir del sacerdote. Ambas, por cierto, no han tenido el mismo impacto debido al largo tiempo transcurrido desde aquella guerra, pero se inscriben en una misma política que trae a la memoria la actitud de Pio X, respecto del nazismo y el franquismo. Acusado el Opus Dei de haber inspirado la primera, reaccionó de inmediato afirmando en Buenos Aires que su actividad es puramente evangélica y no política, en un artículo de opinión en la prensa, cuya lectura no puede visualizarse sino como una crítica a la primera medida indicada. Lo mismo ocurrió en Roma por el portavoz G. Cirigliano. El secretario de Estado del Vaticano, Angel Sodano, reconoció, en todo caso, que a principios de enero había enviado una carta al secretario de la Cancillería británica, Robert Cook, a favor de Pinochet.

Al margen del origen exacto de esta nota, del prelado que haya articulado su envío o inspirado lana18fo02.jpg (13671 bytes) misma, es evidente que se trata de una nota oficialmente atribuible a la Iglesia, a su Santidad el Papa, con un contenido político e ideológico que señala un retroceso visible a criterios que, católicos y no católicos, apreciaban en los últimos tiempos como una evolución progresista de la Iglesia. En el arco de los primeros, la indignación se hizo carne en destacados defensores de los derechos humanos como monseñor Laguna en nuestro país, y en la Iglesia chilena, cuyo obrar en plena época de la dictadura lograra, como es conocido, cobijar a muchas víctimas de la persecución.

 

2. ¿Es posible desconocer el carácter político-ideológico de estas medidas? Cualquier historiador sabe que, desde los más remotos siglos, no sólo la Iglesia "participaba" en el sistema de poder, sino que "era", en sí misma, un eje fundamental de ese poder. En el sistema medieval, el paradigma cristológico se utilizó siempre para proclamar al Rey tipus christi. Esta tipología cubría dos aspectos del oficio real, uno ontológico y otro funcional, y ambos se reflejaban en los títulos honoríficos con los que a menudo se ensalzaba al gobernante, "Imagen de Cristo", "Vicario de Cristo" (véase Ernesto Kantorowicz, Los dos cuerpos del rey, Gaines Post, Duby, Ullman). Con estos títulos originados en la Iglesia, el rey podía aparecer como una persona que reflejaba las dos naturalezas del prototipo divino y humano de la realeza terrena. Organizar el sistema de legitimación del poder fue la tarea histórica y constante de la Iglesia operable en dos niveles: en la conciencia del gobernante fundamentando su derecho y eliminando al mismo tiempo toda sospecha de usurpación en el nivel de los gobernados. Régimen de cobertura, de montaje, en este caso trascendente, al que debían remitirse todas sus acciones. Ningún poder político obrante en las comunidades humanas se sustrajo a la fuerte tensión de organizar sobre la base de este modelo de referente básico las condiciones de su legitimidad, con el propósito de gozar y disfrutar de su existencia. Organizar las condiciones de legitimidad del poder terreno era la labor eclesial equivalente, pues, a la búsqueda de los últimos fundamentos de dicho poder. Labor política, si las hay, porque todo poder distanciado de sus fundamentos, separado de todo criterio de legitimación, perdía su estatuto de tal y se convertía en violencia simple, en pura fuerza, quedando privado de toda correlación con su sentido. Cualquier régimen político así planteado no hubiera podido generar los lazos libidinales, las relaciones de amor político que en el estricto sentido jurídico de "ligare" atan o ligan los subordinados al poder con los portadores terrenales de éste.

En síntesis: la legitimación del poder por medio del paradigma cristológico crea las condiciones referenciales absolutas para un régimen común de identificación con los gobernantes. Cumple una función lógica específica: esa función es política.

Desde luego nos referimos aquí a no más de un ejemplo, pues toda la historia de la Iglesia, aun después del advenimiento de la democracia --de ese poder que no se genera "desde lo alto", sino "desde lo bajo"-- ejerció funciones políticas no sólo en el plano institucional, sino en las relaciones privadas de los hombres como su política antiabortista, su regulación codificada de los vínculos sexuales, prohibición del divorcio y otras de la misma especie. Entre las primeras, las institucionales, el aval otorgado al déspota chileno no puede ocultar su sentido político con la leve pátina de las razones humanitarias invocadas, posición que el Vaticano no adoptó oficialmente cuando Pinochet torturaba y mataba, ni siquiera con el atentado contra el Papa cuyo victimario turco fue perdonado, pero sigue en la cárcel. La moral del Vaticano siempre estuvo y estará envuelta en las coloraciones de la política. No es como el agua incolora, inodora e insípida, no es una moral edulcorada, ni anémica. Esconder en razones de humanidad la impunidad que reclama para que Pinochet no vaya a la cárcel no es una cuestión de sensibilidad intensificada, sino la puesta en juego de una medida que se deslegitima tanto por sus efectos como por el engaño con que la rodea.

El segundo caso al que nos referimos, la propuesta de un sacerdote muerto en los acontecimientos de España, se inscribe en las mismas razones políticas. Aquí figura su condición de mártir al haber sido fusilado con motivo de los episodios en la cuenca asturiana, allí en donde en el frustrado levantamiento de octubre de los mineros el carbón se mezcló con la sangre no sólo de Valdivieso sino de víctimas de ambos lados. Toda muerte, como la del millón de cadáveres que la rebelión de Franco contra el legítimo gobierno republicano español produjo años después, es equivalente injusta y repudiable. Sólo que el Vaticano parece ignorar muchas cosas propias de ese conflicto: apoyo de la Iglesia y la mayor parte de los sacerdotes en respaldo, algunos con armas, del alzamiento. Oficialmente la Iglesia se limitaba a insistir en que los asesinatos republicanos sin juicio de guerra previo, no menos de 200.000 ejecuciones, pudieran tener la oportunidad de confesarse. Nadie sabía de qué crimen serían acusados los presos, escribió el escritor católico Georges Bernanos, cuando las bandas armadas nacionalistas detenían a los hombres en los pueblos perdidos al volver de sus campos.

El sacerdote Valdivieso no es una persona muy conocida en la Argentina, y si el Vaticano hubiera optado por canonizar a un argentino mártir tenía una serie de sacerdotes víctimas de la dictadura militar como quizá monseñor Angelelli, el padre Mujica y otros curas tercermundistas. De haber preferido evitar la política, existen en nuestro país verdaderos hombres piadosos, santos, como Namuncurá, el cura Brochero, y otras personas de este mismo nivel. Pero no es precisamente la política lo que el Vaticano ha tratado de soslayar con su propuesta, sino la continuación ideológica-política de aquella misma Guerra Civil, en estos tiempos. Con ambas medidas sigue la marcha política que había iniciado Pio X en su hora, marcando un stop, un freno, a las mejoras visibles de las que había dado señales muy recientes, por ejemplo, en la defensa del trabajo y la pobreza en la Argentina. Dejando de lado al menemismo que comparte toda la política del Vaticano con Pinochet, miembros de la Alianza vienen de reunirse con altos prelados argentinos apoyando este rumbo. Es una lamentable pena que nada hayan dicho sobre estos dos casos, salvo Graciela Fernández Meijide, respecto del primero. El silencio flota en las aguas del año electoral. No se puede sostener que ese silencio implica que el que calla otorga, pero sí hablar de su semejanza con letras de un abecedario que se pierde.

 

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