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Historia de una gata chorra

Vive en Avellaneda y tiene un hijo discapacitado. Por eso roba: le lleva muñecos, zapatillas o autitos de los vecinos que sus dueñas deben devolver. Especialistas explican que está prolongando “el vínculo materno-filial”.

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Por Alejandra Dandan

t.gif (862 bytes)  Sigilosa, se despliega en la cornisa. Hace un cruce violento por el toldo. Intenta, así, un ingreso clandestino a la casa del vecino. Barre el lugar de un vistazo. Nadie aparece. A distancia adivina la presencia de uno de esos Larguiruchos paridos por huevitos Kinder. Repta rápido, lo alcanza y desanda la ruta hasta que, ya en casa, frente a su hijo escupe al muñeco que queda equilibrado en el suelo. Ella es Reina Madre: gata y chorra. Su hijo, El Gordo, es gato: macho, con discapacidad motriz. Viven en Avellaneda. “Tengo una gata chorra”, fue la explicación de su dueña cuando decidió devolver a una vecina autitos de colección, un libro de cuentos, 14 broches de colores y una maraca. Todo prendado por la gata. Para los especialistas, la insólita conducta del felino es “normal”: “En este caso –explica el etólogo Rubén Mentzel– y por la deficiencia de la cría, la gata está prolongando el vínculo materno-filial”.
Reina Madre apareció hace diez años en un hueco sucio de Villa Tranquila, un pedazo de tierrana20fo02.jpg (9071 bytes) de miseria en Avellaneda. Lucía recorría cada día el lugar camino al Jardín en el que daba clases. “La gata estaba en un rincón, prácticamente raquítica así que me la traje.” A partir de allí la gata inició serios tratamientos de despulgue, nutrición y como buena habitante de la urbe, metódicas visitas al veterinario. Poco tiempo transcurrió hasta una madrugada: “Empezó a maullar tanto que no sabíamos qué le pasaba. Nos vino a buscar –cuenta ahora Teresa, hermana de Lucía– y la seguimos”. La gata estaba preñada. Había podido disimular mansamente el embarazo: “Era tan flaquita que ni se notaba que estaba por parir. Todavía me acuerdo que cuando subimos y parió al primero pensamos que era mejor dejarla sola así que bajamos”. Aunque el segundo crío no había emigrado del vientre, El Gordo sí, y en la huida rompió bolsa. “Fue un parto seco, El Gordo era un cabezón –dice Lucía– y ella era tan flaca que no lo resistió, por eso quedó con discapacidad motora.”
En lo de las hermanas una tarde apareció una zapatilla en la azotea. Teresa inmediatamente pensó en los malcriados “chicos de al lado: ahora, además de patear a la pared, también tiran zapatos”:
–Vengo a devolver la zapatilla que acaban de tirar a mi terraza.
–No. No es de acá.
Poco después en la terraza apareció una sandalia recién blanqueda. Sonó entonces la puerta en casa de Lucía: “Su gato me robó la sandalia de mi hija que acababa de poner a secar por el blanqueado”, dijo el vecino a la mujer que pudorosa no podía guardarse la carcajada que empezaba a ganar espacio en la cara.
En estos años de ocio garantizado por una madre proveedora, la voluptuosidad fue ganando espacio en el cuerpo mórbido de El Gordo. El felino está arrullado en un rincón. Alguien ofrece granos de alimento y Gordo acepta moverse pero no puede dejar de torcer el cuerpo para caminar. “Aunque puede andar no logra saltar hacia arriba, aunque sí lo hace hacia abajo. Si tiene que trepar a la mesa, primero necesita una silla”.
Como hembra madre, la gata es encargada por mandato natural de abastecer a la cría hasta que pueda valerse por métodos propios. “Como él no puede cazar, ella caza por él”, simplifica Teresa.
En sus correrías obtuvo una zapatilla Adidas Nº 35. “Esa vez subí a la terraza y me quería morir cuando vi la zapatilla recién lavada.” Teresa escondió la zapatilla y Reina Madre, al parecer, no la perdonó: “Vos podés creer, al otro día trajo la otra”. Las mujeres preguntaron en la cuadra por los dueños de la zapatilla. Nadie las denunció como propias: “Hicimos un paquete y las llevé al jardín de la villa para uno de los chicos”, dice Lucía, quien intenta acaso, así, expiar culpas por la mascota. La mayoría de las cosas robadas por Reina Madre tienen procedencia desconocida. La gata tuvo un período que buscó brotes de pensamiento en vasitos plásticos. “Traía tantos –dice Lucía– que un día, me traje del jardín unos treinta y se los tiré en la terraza, pero no hubo forma de frenarla.” Pocas eran las veces en las que los vasos de tierra llegaban sin haber perdido la planta o parte del abono en los techos.
El botín a lo largo de estos años incluyó una carta de amor, globos de Navidad, delineador de pestañas, lápiz de labios y decenas de piezas de rasti, tantas que Lucía también las fue llevando al Jardín para los chicos. Existió un guante, una gorra, muñequitos, autos chicos de metal y, como buena hembra, Reina arrastró por techos un retrato sepiado de Alan Ladd. “Un día cayó con una cajita de repuesto de Volkswagen que era del taller mecánico de la otra esquina.” Esa vez las mujeres optaron por no devolverlo. El problema: vecinos que no quieren a los gatos.
Desde hace dos meses las mujeres tienen vecinos nuevos con hijos chicos. Allí la gata encontró un nuevo marco de disfrute: tres tortugas ninjas del nene y un libro de cuentos troquelado como colectivo fueron mudados por la gata. Esta vez, no contenta con sólo trasladar los juguetes, a Reina Madre se le ocurrió acomodar a los ninjas uno al lado del otro. De todos modos, algo había cambiado: “Estos vecinos tenían un siamés así que pensamos que sólo se iban a reír si les devolvíamos las cosas”. Reina había capturado ya otros cochecitos del nene, una maraca verde, una bocha navideña con forma de zapato y catorce broches de colores.
–Creo que esto es de ustedes –dijo un día tímida Lucy a su vecina y devolvió uno a uno los broches, el libro de cuentos y cada objeto robado.
–(...)
–Tengo una gata chorra.
–(Carcajadas múltiples.) Me parecía que faltaban cosas y yo que pensé que era la mucama.
La confesión pasó y la vecina no tardó en regresar a lo de Tere y Lucía: “Hoy la vi, qué divina tu gata. Se estaba llevando un broche”, se excitaba mientras insistía con que “ahora me voy unos días, pero le preparé cositas por si las quiere”, advirtió más entusiasmada. Las dos mujeres, en tanto, vuelven a reírse más por la vecina que por la gata que, a sus anchas, acaba de traer de la casa ahora vacía un autito plateado.

 

La explicación de un especialista

Para Rubén Mentzel, veterinario especialista en problemas de conducta animal, la gata en cuestión “tiene una conducta alterada y no patológica”. La manifestación de este desvío es la perpetuación de un estadio en la gata de su rol de madre. Según Mentzel, es la existencia y la permanencia del gato enfermo y la madre en la misma casa lo que prolongó aquello que él define como “vínculo materno-filial”. Los robos de la gata en casas vecinas son cacerías de presas que el gato lleva a su hijo impedido de hacerlo.
“La madre cree que sigue teniendo su cría, está prolongando el vínculo materno-filial por la discapacidad de la cría.” La gata recrea así el primer período de vinculación con la cría en que acerca objetos inanimados para enseñarle a cazar. Si la evolución hubiese continuado, en momentos sucesivos la gata tendría que llevar objetos animados, salir con la cría que emula sus movimientos para cazar hasta que, finalmente, la deja sola. En este caso, el desarrollo quedó retraído al momento inicial. Impedido como felino para adaptarse y sobrevivir al medio ambiente, su madre eterniza la provisión de presas: “Para abastecerlo la gata le lleva juguetes o las cosas como presas porque la madre debe abastecer a su cría”. Mentzel indica que “la gata –como en el caso de Reina– no se contenta con lo que tiene a mano y sale a buscar nuevas presas”.
Para el experto deben estudiarse los momentos en los que Reina sale de caza porque hay períodos en los que “la madre, sujeta a cambios fisiológicos, refuerza la conducta materna en detrimento de aquella que la dispone a recibir al macho”.

 

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