La información nunca es suficiente: sólo el
presidente Carlos Menem sabe qué hará Carlos Menem. Los datos políticos o el análisis
naufragan contra ese límite; la fábula o el chiste brotan con facilidad, sirven para
hacer un mapa, si no más preciso, más llevadero de la situación. La fábula más
socorrida en estos días, la que más ha usado la prensa escrita, es la de la rana y el
escorpión, que concretan un contrato de transporte fluvial. La rana rehusaba llevar al
escorpión por miedo a que la picara, pero el pasajero la convence de que jamás haría
eso porque él también se ahogaría. La rana confía en la sensatez del escorpión, pero
éste, a mitad del río, la pica. Mientras ambos se hunden la rana le pregunta por qué lo
hizo y el escorpión contesta que ésa es su naturaleza. Menem escorpión es un Menem
irracional, ávido de poder hasta la destrucción, incluida la propia. Una analogía que
hasta ahora no condice con lo realizado por Menem, quien siempre (especialmente cuando
durante el año pasado Eduardo Duhalde le tiró a la cara una consulta popular) se detuvo
un milímetro antes de picar a su poder, a la unidad del PJ. Un Menem que carece de
escrúpulos pero no de racionalidad. Por ahora.
Otra parábola broma que gustan contar los menemistas y (en riguroso off the record)
algún allegado al gobernador Duhalde es la del gorila blanco. El gorila blanco
causa pavor en algún lugar del Africa. Las tribus nativas no pueden con él y ofrecen
fortunas a quien lo extermine. El más poderoso cazador de la Tierra se siente desafiado y
va a buscarlo. Excitado por el deporte decide matarlo con las armas de los africanos. Lo
busca, toma el arco, realiza veinte disparos impecables. El gorila cae, atravesado por
veinte flechas. El cazador se acerca a su presa para fotografiarse, el gorila se levanta,
lo golpea cruelmente, lo viola. Años le toma al hombre recuperarse pero vuelve esta vez
con rifles de primera. La situación se repite. Dispara, acierta, se acerca al gorila
moribundo y éste se levanta como si tal cosa. Y vuelve a golpearlo y violarlo. Durante
años, mientras se recupera, el cazador estudia al gorila y llega a la conclusión de que
hay que enfrentarlo con una ametralladora que lance balas de plata. Consigue el armamento,
vuelve a Africa, lo acecha, le dispara, lo tumba. Espera un día, dos, a prudente
distancia. El simio no se mueve. El hombre se acerca, cauteloso. El animal sigue inerte.
Cuando el cazador está al lado, el gorila todo ensangrentado, con las tripas al aire,
abre un ojo y le pregunta ¿Andás con ganas de hacer el amor de nuevo?. El
chiste, rematado usualmente con expresiones más drásticas que hacer el amor,
enfatiza la invencibilidad presidencial, inexplicable, contraria a las reglas de la
lógica. El gorila blanco, como el escorpión, es una fuerza de la naturaleza, pero a
diferencia de él es invencible. Identificar a Menem con un gorila ya no es novedad. No
son pocos en la Argentina que son nomás el gorila blanco..., pero cada vez son menos.
Un periodista que alguna vez militó en el peronismo sacó del archivo de la narrativa
popular una nueva parábola. Un rey ofrece la mano de su hija a quien se anime a cumplir
una prueba dura y secreta. Si fracasa, el castigo es la muerte. El candidato debe aceptar
el desafío antes de conocer la tarea. Todos los aspirantes (los hay porque la princesa es
rica, joven y hermosa) se borran porque el rey es muy sádico y no quiere casar a su hija.
Un cachafaz, empero, se atreve, se presenta al rey, asume el desafío. El rey entonces le
muestra un caballo, un bello corcel, y le dice que para tener a su hija debe enseñarle a
hablar. Me parece justo dice el audaz, me casaré con tu hija y le
enseñaré a hablar al caballo. Pero para eso necesito un año. Sea porque el
pretendiente es simpático, o porque la princesa no quería quedarse a vestir santos, el
rey acepta. Antes de la boda, un amigo habla con el aspirante y se aterra: Vos no
sabés nada de caballos y mucho menos de enseñarle a hablar. ¿Estás loco?.El
príncipe consorte replica: Tengo un año, durante el cual pueden pasar muchas
cosas. Puedo caerle bien al rey y conseguir que me dispense de la prueba. O puedo
conseguir que la princesa lo convenza. Se puede morir el rey. Se puede morir el caballo. Y
quién te dice..., por ahí el caballo aprende a hablar. Mientras tanto, vivo de primera,
estoy en el palacio y hago el amor (dicho en términos algo más coloquiales) con la
princesa.
La analogía es tentadora. Menem se parece más a ese personaje audaz, arriesgado y
seductor que a un irracional sin límites (como el escorpión) o un imbatible que
transgrede todas las lógicas (como el gorila blanco). Un eterno apostador que disfruta
mientras juega y prorroga largamente la duración de su fuga hacia adelante, llena de
placeres: el poder, la impunidad, el centro de la escena. Ganar tiempo es en sí mismo un
logro.
Este relato, sugestivo, tiene un inconveniente ostensible. Es que la fantasía se ubica en
el momento de la boda. Pero para comparar al yerno audaz con Menem habría que pensar en
otro momento. Cuando hayan pasado once meses: el rey rebosa salud y mala onda, el caballo
vive ma non parla, la princesa ya se prueba ropa de luto y comenta que le sienta bien y
hay lista de espera de nuevos potenciales yernos. En ese plan al príncipe sólo le queda
disfrutar lo bailado y aceptar mansamente que llegó su hora o hacer alguna barbaridad,
tal como matar al rey o al caballo.
Menem apostó a ganar tiempo y esperar que el escenario cambiara. Pero ya juega tiempo de
descuento y parece que es tarde hasta para nombrar delfín a Carlos Reutemann. Todavía
puede retirarse en buen orden o competir para perder..., ninguna de esas opciones calza a
la medida del Presidente, un ambicioso desaprensivo que aborrece ser derrotado. Por eso
suena verosímil la advertencia de algunos opositores que temen que Menem salga a
competir, no como un gorila blanco o un cazador que pelean limpio, sino como un jugador
fullero, con alguna carta en la manga: el fraude o el recurso último de patear el
tablero, de llevarse la pelota para que no se juegue el partido.
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