En ocasión de editarse un libro de Simon Wiesenthal Los
límites del perdón, este problema ha vuelto a ser planteado entre nosotros. La
pregunta no se refiere al perdón por cualquier acto. Se trata del perdón por el
asesinato inmisericorde, consciente y anhelado, cometido por un ser humano sobre otro ser
humano. Quien a su vez formó parte de un grupo humano en el cual se escudó, y cuyos
crímenes ejecutó apoyándose en la indefensión de los que iban, inermes, a ser muertos.
Es decir: un poder histórico que produjo el terror y la muerte como una necesidad
intrínseca de su propia existencia. Hablemos del nazismo, como Simon Wiesen- thal, o
hablemos de los asesinados por el genocidio argentino: el problema del perdón sigue
presente en ambos.
Hay varios principios por los cuales negamos que exista el llamado perdón
para este tipo de actos. Ni como categoría individual ni colectiva.
1) La vida humana es un absoluto que nadie puede negar sin negarse a sí mismo en el acto
mismo de suprimirla en el otro. La vida humana es lo único sagrado.
2) La muerte sufrida por un ser humano no es la de una mercancía consumida: no tiene
equivalente, no puede ser pagada con nada. El asesinato no es un acto simbólico sino un
acto material-real irreversible (supresión de una vida humana). No es posible plantear
ninguna equivalencia entre la expresión simbólica del perdón para el asesino y la
muerte real que acabó con la vida del aniquilado. El perdón se inscribe en una
concepción dualista y espiritualista: la separación cristiana entre espíritu y materia,
donde es posible salvar al alma sin importar el destino, despreciado, del cuerpo. En esta
macabra equivalencia siempre hay un excedente irreductible que ningún acto psíquico
puede suplir: la vida suprimida.
3) El perdón es individual y el acto asesino sólo fue posible dentro de un marco
colectivo. El criminal no es un individuo aislado ni el que perdona aun siendo un
familiar puede hacerlo en su solo nombre, sin comprometer su relación con los
demás asesinados. Ambos individuos pertenecen a un conjunto social donde se cometió el
genocidio, y sobre ambos recae la responsabilidad de enfrentar ese acto colectivo
criminal: uno por realizarlo, el otro por sufrirlo. El acto del asesino como el del
sobreviviente tiene una inscripción más amplia: el mero perdón (acto
subjetivo-individual) no puede alcanzarlo.
4) La aparente paradoja del perdón se apoya en la ausencia definitiva del asesinado, pero
en su presencia todavía viva en la memoria de quien le sobrevive. Sin embargo nadie puede
perdonar en nombre del muerto: nadie puede ocupar ni su lugar ni su juicio por más que lo
conserve vivo en su recuerdo. El perdón significaría una transacción indebida: una
tragedia colectiva reducida a términos individuales. Se distanciaría de los otros y los
dejaría solos.
5) El perdón concedido implicaría un nuevo triunfo de los asesinos: el sometimiento
subjetivo sobre el aterrorizado y el sobreviviente. Porque la tragedia entre los asesinos
que están vivos y la imagen del asesinado que está muerto reproduce incesantemente en el
interior del sobreviviente, cuanto más recuerde y más quiera darle vida al muerto amado,
el mismo enfrentamiento.
Y allí sólo caben dos desenlaces. Si el odio y el dolor de quien quedó en vida
permanecen como una herida incurable, entonces debería, tal es su coherencia,
inscribirlos en la realidad para equilibrarla: trabajar para que haya un mundo donde los
asesinatos no sean posibles. Tendría que hacer incansablemente lo que hizo Simon
Wiesenthal o hacen nuestras Madres. Quiero decir: combatir contra el sistema productor de
muerte venciendo el miedo. Pero, si en su soledad sufrida lo sobrecoge el terror
nuevamente, entonces el perdón hacia los asesinos lo salva a él también de la temida
muerte. Debe dejar de sentir odio, debe aquietar el empuje justiciero de su cuerpo. Debe
ser bueno. El perdón consiste en un nuevo triunfo del asesino sobre el
sobreviviente aterrorizado, cuyo cuerpo marcado pro el terror que reaparece junto
con el recuerdo de la persona amada quedará así aliviado. Y la Iglesia, que estuvo
siempre con los asesinos (tanto en el nazismo alemán como durante el genocidio argentino)
vuelve a ser congruente con su historia y su presente cuando pide el perdón a las
víctimas y el arrepentimiento a los asesinos: la muerte real quiere ser reparada sólo
por medio de una equivalencia simbólica, mientras los asesinos mantienen su efecto
homicida real, material, sobre la gente.
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