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Los límites del perdón

Por León Rozitchner

t.gif (862 bytes) En ocasión de editarse un libro de Simon Wiesenthal –Los límites del perdón–, este problema ha vuelto a ser planteado entre nosotros. La pregunta no se refiere al perdón por cualquier acto. Se trata del perdón por el asesinato inmisericorde, consciente y anhelado, cometido por un ser humano sobre otro ser humano. Quien a su vez formó parte de un grupo humano en el cual se escudó, y cuyos crímenes ejecutó apoyándose en la indefensión de los que iban, inermes, a ser muertos. Es decir: un poder histórico que produjo el terror y la muerte como una necesidad intrínseca de su propia existencia. Hablemos del nazismo, como Simon Wiesen- thal, o hablemos de los asesinados por el genocidio argentino: el problema del perdón sigue presente en ambos.
Hay varios principios por los cuales negamos que exista el llamado “perdón” para este tipo de actos. Ni como categoría individual ni colectiva.
1) La vida humana es un absoluto que nadie puede negar sin negarse a sí mismo en el acto mismo de suprimirla en el otro. La vida humana es lo único “sagrado”.
2) La muerte sufrida por un ser humano no es la de una mercancía consumida: no tiene equivalente, no puede ser pagada con nada. El asesinato no es un acto simbólico sino un acto material-real irreversible (supresión de una vida humana). No es posible plantear ninguna equivalencia entre la expresión simbólica del perdón para el asesino y la muerte real que acabó con la vida del aniquilado. El perdón se inscribe en una concepción dualista y espiritualista: la separación cristiana entre espíritu y materia, donde es posible salvar al alma sin importar el destino, despreciado, del cuerpo. En esta macabra equivalencia siempre hay un excedente irreductible que ningún acto psíquico puede suplir: la vida suprimida.
3) El perdón es individual y el acto asesino sólo fue posible dentro de un marco colectivo. El criminal no es un individuo aislado ni el que perdona –aun siendo un familiar– puede hacerlo en su solo nombre, sin comprometer su relación con los demás asesinados. Ambos individuos pertenecen a un conjunto social donde se cometió el genocidio, y sobre ambos recae la responsabilidad de enfrentar ese acto colectivo criminal: uno por realizarlo, el otro por sufrirlo. El acto del asesino como el del sobreviviente tiene una inscripción más amplia: el mero perdón (acto subjetivo-individual) no puede alcanzarlo.
4) La aparente paradoja del perdón se apoya en la ausencia definitiva del asesinado, pero en su presencia todavía viva en la memoria de quien le sobrevive. Sin embargo nadie puede perdonar en nombre del muerto: nadie puede ocupar ni su lugar ni su juicio por más que lo conserve vivo en su recuerdo. El perdón significaría una transacción indebida: una tragedia colectiva reducida a términos individuales. Se distanciaría de los otros y los dejaría solos.
5) El perdón concedido implicaría un nuevo triunfo de los asesinos: el sometimiento subjetivo sobre el aterrorizado y el sobreviviente. Porque la tragedia entre los asesinos que están vivos y la imagen del asesinado que está muerto reproduce incesantemente en el interior del sobreviviente, cuanto más recuerde y más quiera darle vida al muerto amado, el mismo enfrentamiento.
Y allí sólo caben dos desenlaces. Si el odio y el dolor de quien quedó en vida permanecen como una herida incurable, entonces debería, tal es su coherencia, inscribirlos en la realidad para equilibrarla: trabajar para que haya un mundo donde los asesinatos no sean posibles. Tendría que hacer incansablemente lo que hizo Simon Wiesenthal o hacen nuestras Madres. Quiero decir: combatir contra el sistema productor de muerte venciendo el miedo. Pero, si en su soledad sufrida lo sobrecoge el terror nuevamente, entonces el perdón hacia los asesinos lo salva a él también de la temida muerte. Debe dejar de sentir odio, debe aquietar el empuje justiciero de su cuerpo. Debe ser “bueno”. El perdón consiste en un nuevo triunfo del asesino sobre el sobreviviente aterrorizado, cuyo cuerpo marcado pro el terror –que reaparece junto con el recuerdo de la persona amada– quedará así aliviado. Y la Iglesia, que estuvo siempre con los asesinos (tanto en el nazismo alemán como durante el genocidio argentino) vuelve a ser congruente con su historia y su presente cuando pide el perdón a las víctimas y el arrepentimiento a los asesinos: la muerte real quiere ser reparada sólo por medio de una equivalencia simbólica, mientras los asesinos mantienen su efecto homicida real, material, sobre la gente.

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