Todavía me pregunto si el rabino que habló el lunes 15 en la
Audiencia Pública de Ferrocarriles también figuraba en el casting. Con aire sentencioso
nos invitó a escuchar a un sabio de su pueblo (Hay que tener los ojos en la frente
para ver el futuro, dijo), y aceptar el aumento de unos pocos centavos en el boleto
de tren. La parodia fue casi perfecta: hubo un ama de casa; un estudiante; un señor
maduro de San Isidro con hijos adolescentes quienes, desde que el tren funcionaba mejor,
podían ahorrar minutos vitales para estudiar y trabajar... Sin embargo, la agencia erró
en algo: a los más endebles les dio un discurso escrito que apenas podían balbucear.
Toda esta gente común se había anotado en el piso 12 del Ministerio de
Economía días antes, había emprendido el viaje a Moreno en un día laboral y aguantaba
estoicamente los 45 a 50º de calor en el pequeño Auditorio Leopoldo Marechal para
convalidar el aumento del boleto del tren.
Realmente, era una epopeya muy motivadora.
Todo se desarrolló en las peores condiciones: el lugar era un sauna pegajoso y sofocante
y la batalla campal se desató desde el principio, cuando los funcionarios públicos
mostraron sin vergüenza su parcialidad.
Fue tan desembozada, que el defensor del pueblo de la Nación, Jorge Maiorano, se vio
obligado a decir que las empresas no necesitaban representantes porque ya habían hablado
por ellas. A esto se sumó un video que pretendía imponer el eje de la discusión: los
viejos, destartalados, pintarrajeados vagones de Ferrocarriles Argentinos pasaban a ser
desde 1994 sopleteados y perfectos. Era irritativo simplificar el debate a modernos
o anticuados.
La desesperanza de los técnicos de uno y otro lado fue enorme. Y también la de los
representantes reconocidos de usuarios como Roberto Azzaretto y Horacio Bersten, que
expusieron con sensatez y rabia. Un representante de usuarios cuyo nombre se perdió en el
griterío dijo: Yo no confío en nadie acá, ni en los que me aplauden.
La coordinadora Any Ventura abandonó ese día su aire insinuante para convertirse en la
mujer del látigo de la audiencia. Prodigaba docilidad sólo al secretario de Transporte,
Armando Canosa, pidiendo autorización para conceder un minuto o unos segundos más al
expositor. A veces él concedía con gesto displicente; al diputado Marcelo Vensentini le
bajó el pulgar porque, en un discurso ofuscado que empezó con un: ¡Mienten!
(mienten porque la consulta pública no es tal, el secretario de Transporte ya tiene
opinión formada y el aumento del boleto es un hecho consumado) y a una velocidad tal que
pocos lo escucharon, preguntó si también pensaban cobrar a los usuarios las coimas
al ENABIEFF por el metro de tierra de Ferrocarriles.
Los técnicos querían debatir: 1) si las inversiones planteadas en el marco del decreto
543 eran convenientes para el interés público; 2) por qué no se evaluaba caso por caso
y se emblocaba a las empresas, favoreciendo a algunas; 3) por qué se pretendía esconder
que el Estado paga un subsidio a la explotación, que no es malo en sí sino que es malo
porque no se lo controla y no se verifica que sea justo para cubrir los costos y 4) la
prolongación de los monopolios a través de una decisión administrativa sin
introducción de competencia.
Yo tenía el número de orden 92 para plantear un antiguo reclamo barrial a la empresa
TBA: la rehabilitación transitoria (mientras no se construyan los túneles y puentes) de
dos barreras clausuradas. La zona donde vivo es un embudo caótico de ruido y humo por la
mayor frecuencia de trenes, la suficiencia del ingeniero Roberto Agosta de TBA y la anomia
de los organismos oficiales. En nuestra ínfima y agotadora pelea habíamos descubierto
que una cláusula en el contrato de concesión autoriza a laempresa a cerrar las barreras
40 minutos de cada 60 y que la empresa TBA tiene derecho a cortar la ciudad en dos para
aumentar sus ganancias. A las 20 horas de la noche del lunes, cuando los funcionarios y
directivos de empresas bajaron de una salita del primer piso con la decisión de continuar
la audiencia sin cuarto intermedio, me fui. No quería ser parte de la comparsa, ni
permitir que nos disuadieran de nuestros reclamos por sofocación. Se sugirió que la idea
de empresarios y funcionarios era no prolongar el mal efecto publicitario pero fue otra
equivocación más. Las palabras dichas, el calor sufrido, la vehemencia de los opositores
nos ponen en ridículo a los que fuimos de buena fe. Ya estaba todo arreglado.
El decreto de aumento del boleto estaba redactado y sólo faltaban unas horas para que lo
firmara el Presidente.
La próxima vez, invítennos a resolver las cosas en una mesa de poker, como entre
tahúres.
* Escritora. Autora de Cartas peligrosas.
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