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OPINION
Un ganador a punto de perder
Por Mario Wainfeld

Es atractivo y seductor, como suele ocurrir con los psicópatas. Se presta fácilmente a la caricatura, al sarcasmo y aun a la crítica despectiva. Acumula furcios, propala información incorrecta, tiene hábitos de nuevo rico. Es desvergonzado al ostentar riqueza y poder y al ganar al golf haciendo trampa. Esas y otras características criticables y hasta risibles (de las que él sabe burlarse con encanto) empujan a un análisis político erróneo. El presidente Carlos Menem es un frívolo, buena parte de su corte es banal y ambos son transitorios, pero las reformas políticas que implementó no. Son en su mayoría indeseables pero a la vez profundas y corren a su favor los vientos de la historia. Menem la pasa bomba en Olivos pero no es cierto que no hizo nada en la Rosada, que no gobernó quien cambió la moneda, privatizó casi todas las empresas públicas, suprimió el servicio militar, desmanteló el Estado benefactor y el sistema educativo nacional, condenó a la inopia a los sindicatos, puso broche de oro a los conflictos con Chile e indultó a los genocidas. La Argentina que él deja es muy otro país que en 1989 y su gobierno tuvo mucho que ver en eso.
Es frívolo pero su conducta política ha sido, en función de sus propias (desde luego controvertibles) premisas, altamente racional: quiso el poder y lo tuvo. Cambió de proyecto, de postura, de alianza social, todo lo cual puede parecer (a este columnista le parece) repudiable, pero eso no es irracional sino antiético.
Su vida personal tiene trazas no menores de autodestrucción. Su familia está asolada, dividida. Su hijo murió tras haber sufrido no menos de dos accidentes previos filosuicidas y Zulema Yoma cree que fue asesinado y culpa al padre de esa muerte. Es factible vincular esta destrucción de su vida privada con el éxito de su vida pública, lo que tal vez provoque un espejismo: el de creer que es proclive a autodestruirse en política. No lo es, o precisando un poco más no ha venido siéndolo hasta que en los últimos años de su segundo mandato fantaseó un tercero, un súper ambicioso objetivo de máxima que, en este caso, no le resultó.
Menem computó como una derrota una situación que cualquiera consideraría una hazaña: sobrevivir con resto a diez años de gobierno, conservar su partido unido y con virtualidad hasta para volver a ganar después de haber traicionado sus promesas electorales, haber empobrecido a muchísima gente, aumentado la desocupación y estando salpicado de cerca por graves delitos de Estado para peor profusamente difundidos. Podía haber participado cómodamente en la designación de su sucesor.
Dobló siempre la apuesta y ahora está a un tris de transformar su hazaña en derrota: que el PJ llegue a las elecciones con un candidato que decididamente lo enfrenta. Una situación de extrema debilidad, mayor que la que padeció, por ejemplo Raúl Alfonsín.
Su voluntad está íntegra, sus recursos también. Se para en la tribuna, grita, bromea, chicanea y es un lujo de orador, como suelen serlo los psicópatas. Pero si se mira el contexto sólo lo rodean gobernadores de provincias pequeñas, políticos o faranduleros de tercera clase o miembros del gabinete nacional. El repite a su público un sonsonete de Perón “no hay que convencer a los peronistas sino a los que no lo son, vayan y hablen con ellos”. Pero él ya no convence ni siquiera a la mitad de los peronistas. Jugó a todo o nada y se ha equivocado. No lo han frenado la legalidad, que le importa un rábano, sino el rechazo de la mayoría de los argentinos a su anhelo y la falta de apoyo de los principales políticos de su partido. Ultimamente su ambición lo indujo a muchos errores: obligar al gobernador Duhalde a confrontar, creer que los senadores Ramón “Palito” Ortega y Carlos Reutemann eran usables por no decir forreables, creer que los gobernadores iban a seguirlo a cualquier costo.
Está en una encrucijada. Si se baja ahora se leerá que Duhalde y la Alianza le torcieron el brazo. Le quedan algunos rebusques como reposicionar a Reutemann o hacer que la Corte (contra lo que es su costumbre) interprete que la Constitución dice lo que dice y “lo proscriba” para el ’99. Pero sólo podrá encarar esos caminos a condición de tragar saliva, aceptando que todos interpreten que son puentes de plata. Esto es, que acepte que le pasa lo que le está pasando. Eso sería lo más racional, preservarse. Aún más racional y más coherente con su tortuosa praxis sería apostar a la derrota de Duhalde para recuperar ahí nomás el timón del peronismo.
La otra posibilidad, la que lanzó al debate público Carlos “Chacho” Alvarez es que, enfurecido y no dispuesto a ver en negro sobre blanco su derrota (derrota, vale la pena recalcarlo, a la luz de sus hiperbólicas ambiciones), rompa las reglas del juego democrático, que al fin y al cabo ya pone en riesgo jugando a la re-re. Las barajas imaginables son básicamente dos: fujimorazo o fraude electoral. En voz bajísima duhaldistas y aliancistas fantasean otras más ostensiblemente violentas. ¿Cuál es su límite si la bronca y la impotencia pueden más que su racionalidad? No será la ley, sino la política. Las mismas fuerzas que han impedido que plasmase su fantasía reeleccionista, el poder del número: el rechazo de la gente, la firmeza de sus opositores, la falta de apoyo para su desmesura en buena parte de los integrantes del propio PJ.

 

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