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“Pienso que el oficio de torturador no se aprende”

El 24 de marzo se presenta un nuevo libro de Fernando Almirón,  periodista de Página/12, que recoge el duro testimonio de un ex  suboficial asignado a El Campito, el centro de torturas de Campo de Mayo.

Bautismo: “Lo mataron a golpes. Yo estaba a unos pocos metros, observándolos. Vi fallecidos, pero nunca había presenciado la muerte de una persona, mucho menos así”.

El ex sargento talabartero Víctor Ibáñez, destinado a El Campito.
Abajo, el plano del Museo de la Subversión de Campo de Mayo.

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Por Fernando Almirón

t.gif (862 bytes) La calle de tierra que ingresaba en El Campito estaba bordeada de árboles. Tres grandes edificios de unos 50 años de antigüedad se levantaban a ambos lados del acceso. Dos de ellos eran de chapa y el otro de material. Además de los galpones, había otras instalaciones menores dispersas en el predio de cien metros de ancho por unos ciento cincuenta metros de largo, que abarcaba el centro clandestino de detención, al que en el Ejército denominaban Lugar de Reunión de Detenidos (LRD).
Muy cerca de la entrada estaba la construcción de mampostería a la que llamaban Pabellón Nº 1. Allí funcionaba la jefatura de campo –a cargo de un teniente coronel del Ejército–, el comedor, la cocina y un baño para uso exclusivo del personal de la guarnición. En el mismo edificio se encontraban las tres salas de tortura y una habitación destinada a enfermería. De esta manera, “los represores comían, dormían y torturaban bajo el mismo techo”.

“Al rato conocí al tal Lucas que habían mencionado en el jeep. Empezó mi primer día en el campo. Lucas era un prisionero que un grupo de hombres dejaron de golpear recién cuando estuvimos a unos pocos pasos de ellos. Ahí se dieron cuenta de nuestra presencia, se acercaron y se hicieron las presentaciones del caso. Yo era recién llegado y todos venían de conocerme. Después me pidieron que vigilara a Lucas mientras ellos se tomaban un descanso. Yo miré al pobre tipo, que no se podía ni mover, estaba tirado en el suelo, contra unos alambres en los fondos del campo, un sector donde se amontonaban bolsas, herramientas viejas y la leña para la caldera.
”Cuando los demás se fueron, me acerqué para mirarlo. Mi primera reacción fue intentar ayudarlo a levantarse. No le pregunté si necesitaba algo. Estaba hecho bolsa, pero todavía resistía. Aunque no pude verle la cara porque estaba encapuchado –todos los detenidos estaban siempre encapuchados y fueron pocas las caras que pude ver–, se notaba que era un muchacho joven. El pobre no podía ni moverse, se estaba muriendo.
”A la hora, más o menos, volvieron los de la patota. Uno de ellos me dijo al pasar que este Lucas no era ningún nene de pecho, que tenía un grado de teniente o algo así en la organización Montoneros, porque ellos también tenían grados, jerarquías. Es un pesado, me dijo el tipo.
”Mientras tanto, otro del grupo ya le estaba preguntando a Lucas: ¿No te moriste todavía? El le respondió con un hilo de voz: Todavía no, y pidió una hora más para morirse solo. No me peguen más, les dijo. Ya te dimos una hora y no te moriste, le contestaron los otros. En una hora más me muero solo, se los prometo. Ya no me peguen más, insistió Lucas. Me pregunté si sería verdad lo que estaba pasando.
”La hora que Lucas había pedido se la respetaron, pero la siguiente no. Lo mataron a golpes. Yo estaba a unos pocos metros, observándolos hasta que el hombre quedó muerto. Vi fallecidos, pero nunca había presenciado la muerte de una persona, mucho menos así. No tenía previsto ver cómo lo mataban. Ese fue mi bautismo de fuego, por decirlo de algún modo. Todavía no sabía lo que me iba a deparar el destino dentro de la fuerza.
”La patota no necesitó tomarle el pulso para comprobar que estaba muerto, ellos ya sabían. Me dijeron que fuera a buscar una sierra para cortar las esposas que Lucas tenía puestas. Había que sacárselas y no encontraban las llaves. Después supe que las esposas dejaban colgando los brazos de los prisioneros muertos y esto dificultaba el traslado del cuerpo cuando el cadáver se ponía rígido. Lo que se hacía en esos casos era atarlos con alambre como si fueran matambres para sostener brazos y piernas. Se las tenían todas pensadas. Hay que ser muy malvado para planificar esas cosas, ¿no?
”Me costó sacarle las esposas. Se ve que hacía mucho tiempo que las llevaba puestas. Estaban tan ajustadas que se le habían metido en la carne de las muñecas, que estaban oscuras, como gangrenadas. Me impresioné mucho; me transpiraban tanto las manos que me costaba manejar la sierra.
”Por suerte, como yo no estaba práctico para la tarea, lo ataron otros. Sin embargo, igual tuve que tocar el cuerpo cuando lo llevamos a otro lugar. Creo que ahí juré que nunca más iba a tocar un cadáver, cosa que no fue así; después tuve que tocar muchos otros.
“Al día siguiente llevaron lo que quedaba de Lucas hasta la pista aérea de Campo de Mayo, donde lo cargaron en un helicóptero para después tirarlo al mar. De todo esto yo me enteré a medida que pasó el tiempo.”

“Yo pienso que el oficio de torturador no se aprende. Si a vos te gusta hacer sufrir a un tipo, ¿qué tenés que aprender? Supongo que se habrán perfeccionado en uno de esos cursos que daban en el Batallón de Inteligencia. Pero había tipos que no eran de ahí, que eran directamente enfermos.
”Los interrogadores del campo tenían sus métodos. Cada vez que los autos llegaban con un prisionero era lo mismo. Yo lo he visto más de una vez. Lo recibían afuera, a la intemperie. Antes de meterlo en el cuartito, lo ponían contra la pared y le decían: Bueno, acá perdiste. Te esperan golpes, hambre, frío, mordedura de perros, tortura, picana. Así que aflojá de entrada porque si te hacés el duro, tenemos de todo y todo el tiempo para quebrarte. Así, en voz baja, sin calentarse. El tipo, imaginate, ya estaba encapuchado, no veía nada, no sabía dónde estaba. Le temblaban desde los pies hasta las manos.
”Después, los interrogadores seguían: A mí no me arreglás con que me digas el cien por cien; quiero saber más de todo lo que tengas para decir. Aunque dijera toda la verdad, no era suficiente. Así lo recibían, cuando todavía estaba fresquito, recién llegado, y ahí nomás empezaba a cobrar, inmediatamente, como para que se diera cuenta de que la cosa iba en serio.
”El cien por cien de la verdad no me conforma, le repetían al detenido, y se cagaban de risa entre ellos, mientras le daban máquina y máquina. Con esto ya tenés una idea de hasta dónde podían llegar los interrogadores.
”Por eso digo que para torturar no se necesita aprender. El que es malicioso disfruta pateándole a un tipo indefenso las rodillas, las canillas; golpeándole los genitales, pegándole un sopapo porque se le da la gana. Le gusta ver sufrir al prisionero, disfruta con su dolor, con su humillación, con su bronca. No se necesita aprender.”

 

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